Aproximándose
al final del siglo XX, el escritor caravaqueño Miguel Sánchez Robles obtiene un
brillante accésit en el premio Esquío del año 1997, con un poemario que fue
publicado unos meses después con el título de Palabras para un tiempo sin respuesta.
A través
de una serie de cartas, el autor se dirige desde Hungría a una chica llamada
Pal, y le expresa sus sentimientos de desesperanza, cifrados a veces de un modo
paradójico (“El futuro ya no es lo que era”, p.17). Hacia donde mire, la
orfandad cunde y el horror prospera (“Muchos no saben que han muerto / y esperan
que alguien les indique el camino”, p.27). Hay como una especie de halitosis
constante que se propaga por el aire y que encharca la mirada de los hombres y
su destino, reduciendo la vida a una operación esquemática, triste y falta de
luz (“Nacer. Callar. Vivir. Leer mucho. Llorar. Sendas perdidas. Tecnología.
Confort. Y game over. Ése es el proceso”, p.53).
Por más
que intente buscarse, no hay salida por ninguno de los senderos que la
inteligencia y la Historia nos han sugerido a lo largo de los siglos: no hay
salida en la religión (“Dios mastica los huesos de la vida”, p.60), ni en los
demás seres humanos (“Me es imposible creer en la angelicalidad de los
hombres”, p.85), ni en los gestores públicos (“La política es un lamedal”,
p.47), ni en las ideologías (“Recuerdo con asco / las grandes teorías / que
explicaron el mundo / sin acordarse de los hombres”, p.13), ni en la cultura
(“Ir a una conferencia / se parece a tener / un miguel de Unamuno en la
mesilla”, p.62).
La
conclusión de todas esas exploraciones vanas no puede ser más desoladora: no
hay respuestas. Nunca las ha habido. Al poeta no le queda, como dijo otro
poeta, la palabra. Le queda la pregunta.
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