miércoles, 30 de septiembre de 2020

Museo de reproducciones

 



Afirmaba Gómez de la Serna en uno de sus libros que la mitología del café se tiene o no se tiene. Igualmente podríamos asegurar, sin resultar inexactos, que con el propio Ramón ocurre algo parecido: o te seduce su música mental y prosística desde la primera página o es mejor que abandones. Con él no caben medias tintas ni admiraciones dominadas por la tibieza. O eres ramoniano o no eres ramoniano. Del escritor de quien se llegó a decir que conformaba una generación unipersonal no es raro que pueda aseverarse tan extremado juicio.

Hoy me doy un paseo por su Museo de reproducciones, que lleva un prólogo muy interesante de Francisco Induráin. En este volumen, como en tantos del escritor madrileño, lo que menos importa es la trama, el argumento o la linealidad quizá novelesca de sus páginas. A Ramón lo que le interesa es el quiebro lírico, el salto inesperado, la inserción de greguerías, la sorpresa constante para los lectores, de ahí que convenga leerlo con un lápiz (en mi caso, un rotulador rojo) en la mano, para subrayar, enmarcar o colocar signos de admiración en los márgenes.

La leve excusa de pasearse con su amada Olga por las salas de un museo le permite ir reflexionando sobre arte, historia, psicología… o sobre lo que se le vaya ocurriendo sobre la marcha. También improvisar es una destreza que Ramón convirtió en arte. Mira los bustos del museo y afirma de pronto que “murieron bicarbonatados”; se fija en los pechos de las figuras femeninas y anota: “Los escultores siempre sedujeron a las mujeres moldeando senos perfectos, su mayor envidia”; o se le ocurre una frase dominada por la paronomasia y no tiene reparos en esclafarla: “En los divanes también se entra en el Nirvana”; o le apetece que la barca del diálogo se meza al son de una música infantil y escribe: “–Quiero un traje como el de Livia. –No seas liviana. –Entonces seré libidinosa”; o cruza por su mente una revelación y la consigna con estas palabras: “Hay cosas que sólo se atreve uno a decir los días de tormenta”; o se le ocurre una chilindrina misógina y no tiene reparos en incluirla, casi al final de la obra (“Las mujeres, sabias en encontrar la insinuación que más duele”).

A Ramón lo tomas o lo dejas. No se negocia con él. Quizá por eso fue tan especial.

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