Afirmaba
Gómez de la Serna en uno de sus libros que la mitología del café se tiene o no
se tiene. Igualmente podríamos asegurar, sin resultar inexactos, que con el
propio Ramón ocurre algo parecido: o te seduce su música mental y prosística
desde la primera página o es mejor que abandones. Con él no caben medias tintas
ni admiraciones dominadas por la tibieza. O eres ramoniano o no eres ramoniano.
Del escritor de quien se llegó a decir que conformaba una generación unipersonal no es raro que pueda aseverarse tan
extremado juicio.
Hoy me
doy un paseo por su Museo de
reproducciones, que lleva un prólogo muy interesante de Francisco Induráin.
En este volumen, como en tantos del escritor madrileño, lo que menos importa es
la trama, el argumento o la linealidad quizá novelesca de sus páginas. A Ramón
lo que le interesa es el quiebro lírico, el salto inesperado, la inserción de
greguerías, la sorpresa constante para los lectores, de ahí que convenga leerlo
con un lápiz (en mi caso, un rotulador rojo) en la mano, para subrayar,
enmarcar o colocar signos de admiración en los márgenes.
La leve
excusa de pasearse con su amada Olga por las salas de un museo le permite ir
reflexionando sobre arte, historia, psicología… o sobre lo que se le vaya
ocurriendo sobre la marcha. También improvisar es una destreza que Ramón
convirtió en arte. Mira los bustos del museo y afirma de pronto que “murieron
bicarbonatados”; se fija en los pechos de las figuras femeninas y anota: “Los
escultores siempre sedujeron a las mujeres moldeando senos perfectos, su mayor
envidia”; o se le ocurre una frase dominada por la paronomasia y no tiene
reparos en esclafarla: “En los divanes también se entra en el Nirvana”; o le
apetece que la barca del diálogo se meza al son de una música infantil y escribe:
“–Quiero un traje como el de Livia. –No seas liviana. –Entonces seré
libidinosa”; o cruza por su mente una revelación y la consigna con estas
palabras: “Hay cosas que sólo se atreve uno a decir los días de tormenta”; o se
le ocurre una chilindrina misógina y no tiene reparos en incluirla, casi al
final de la obra (“Las mujeres, sabias en encontrar la insinuación que más
duele”).
A Ramón lo tomas o lo dejas. No se negocia con él. Quizá por eso fue tan especial.
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