Reconozco
que siento una enorme atracción por aquellos libros en los cuales un escritor o
intelectual reúne y redacta sus impresiones sobre las personas notables que ha
conocido durante su existencia. Me fascinan (creo que se trata del verbo más
adecuado para resumir mi postura) esos volúmenes y los persigo con fervor, con
avaricia, con denuedo. A veces, no estoy conforme con los juicios que se vierten
en sus hojas, pero me permite apreciar a los personajes desde otro ángulo; o
bajo la luz de algunas informaciones que no se encontraban a mi alcance antes
de visitar estas páginas.
Mi
acercamiento hasta el Examen de ingenios,
de José Manuel Caballero Bonald, participa de esa fascinación. Además, sus casi
quinientas páginas me prometían un abultado caudal de anécdotas y perspectivas
que serpenteaban por los mundos de la literatura, el cine, la música, la
política o la historia. Todas mis esperanzas (el tomo es denso y bellísimo) se
han visto cumplidas holgadamente, hasta el punto de que intentar ofrecer un
resumen de su contenido se antoja empresa tan inabarcable como empobrecedora.
Con todo,
me arriesgaré a llamar la atención sobre algunos instantes del volumen, que ni
condensan su esplendor ni resumen su contenido. Son sólo algunas frases u
opiniones que he subrayado con mi rotulador rojo. O, por decirlo de una manera
más arquitectónica, peldaños de una escalera colosal que conviene subir hasta
su cima.
Por
ejemplo, cuando alude a la escasa belleza física de José Bergamín y, con una
fórmula tan simpática como demoledora, lo define como “Feo de frente y de
perfil”. O cuando se burla con ironía de la solemnidad de Américo Castro (“Lo
que decía iba a misa. A una misa naturalmente oficiada, según el rito copto,
por su yerno Xavier Zubiri”). O cuando provoca nuestra sonrisa al comentarnos
la singular receta con la que Francisco Ayala prolongaba su existencia (“Una
vez, durante un viaje en tren, me dijo que su longevidad se debía a lo frugal
de sus cenas; sólo tomaba dos whiskies y una manzana. Lo de la manzana no lo cuentes, añadió”). O cuando enjuicia El viejo y el mar, de Ernest Hemingway
(“Fue quizá su mejor novela, que tampoco es decir mucho”). O cuando retrata a
Camilo José Cela, con el que colaboró durante años y al que adornó la frente
(“Autoritario y megalómano, sus objetivos no consistían en ser el mejor sino en
ser el único”. “Despilfarró su talento en bagatelas y sucumbió paso a paso al
mercadeo de la banalidad”).
Un libro
donde Paco de Lucía toca la guitarra, donde Víctor García de la Concha acompaña
al autor a visitar al rey Juan Carlos I, donde Pepa Flores sonríe, donde
Gabriel Celaya se pelea a gritos con su esposa, y donde casi todos los
personajes censados son tumultuosos bebedores y juerguistas nocturnos.
¿Fidedigno? No lo sé. ¿Equilibrado? Ni lo sé ni me preocupa… Lo único que puedo decir es que he disfrutado de muchas horas de distracción mientras nadaba entre sus páginas y que ésa me parece, a la postre, la gran virtud del libro. Ningún ejercicio de memoria es inocente. Ningún balance personal es justo. Ningún autor es inmaculado en sus apreciaciones. Tampoco es razonable pedirlo.
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