Todos
necesitamos, de vez en cuando, utilizar las palabras para aliviarnos de
nuestros dolores, desatascar el flujo de las lágrimas o exonerarnos de nuestras
culpas. Lo saben los sacerdotes; lo saben los psicólogos; y lo saben también
aquellas personas que, por su carácter afable o su sentido de la amistad,
escuchan con paciencia las confesiones y los recuerdos de quienes los rodean. Lo
que pocos se detienen a valorar es cómo afecta ese caudal de secretos e
inmundicias a quien las recibe e, involuntariamente, las almacena en su corazón
y su memoria.
Luis
Landero, uno de los novelistas más brillantes de España, ha centrado su última
producción, Lluvia fina, en ese
aspecto; y nos ha entregado una obra que gira, vertiginosamente, alrededor de
Aurora, una maestra de Primaria que, dulce, comprensiva y neutral, se convierte
en el tazón sobre el que todos los miembros de su familia política vierten su
leche agria, buscando su conocimiento o, quizá, su absolución. Lo hace su
marido, Gabriel, un profesor de filosofía con un carácter débil, voluble y
egoísta, que se refugia en preceptos estoicos para no escribir su eterno libro,
para no terminar su eterno doctorado… y para no ocuparse de su hija Alicia, que
nació con problemas y a la que considera una “fatalidad”. Lo hace su cuñada
Andrea, que culpa a su madre de haber fracasado en la vida, porque no le
permitió casarse con el hombre al que amaba, y no le permitió seguir estudios
musicales, con los que soñaba convertirse en cantante famosa. Lo hace su cuñada
Sonia, que ha sufrido un divorcio traumático porque su marido (que la eligió a
ella, en lugar de a su hermana Andrea) era un peligroso pervertido sexual. Lo
hace su suegra, que juzga que sus hijos no han entendido nunca que su sequedad
y su roñosería eran modos de protegerlos de la pobreza.
Cuando a
Gabriel se le ocurre la inquietante idea de reunir a toda la familia para
celebrar el octogésimo cumpleaños de la madre, la tensión se dispara. Aurora,
durante días interminables, escucha y trata de responder con serenidad a las
diferentes confesiones y acusaciones que le van llegando por teléfono, en las
que cada componente de la familia, con acrimonia, culpa a los demás de su
estado. Y ella trata de ir apaciguando los ánimos, moderando las invectivas y
serenando los espíritus. Pero los detalles que va descubriendo de todos
(incluido su marido) le terminarán también envenenando el corazón.
Una
novela, aparte de maravillosamente contada, muy útil para reflexionar sobre los
rencores familiares, sobre la forma hiperbólica en que construimos nuestros
odios y sobre la incapacidad para ser feliz.
Cómo amo a Luis Landero, clásico
vivo.
1 comentario:
Justamente el martes acabé El balcón en invierno, una lectura imprevista que me ha resultado muy gratificante; no había leído al autor desde "Juegos de la edad tardía", y hoy sumo este título para leer, espero que en breve.
Besos 💋💋💋
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