viernes, 10 de abril de 2020

El habitante y su esperanza




Con este nombre bautizó Pablo Neruda un relato cuyos protagonistas son dos cuatreros y una mujer llamada Irene, esposa de uno y amante del otro. La lírica estructura de la narración y las digresiones paisajísticas y sentimentales que aquí se observan han provocado siempre una notable confusión entre algunos de sus exégetas, que han llegado a decir que la trama de la obra es “incoherente” (así lo dictaminó Fernando Alegría) o que resulta imposible encontrar en ella “un desarrollo realista” (Enrico Mario Santí). Verdaderamente, la pieza resulta poco usual, pero si se lee con atención es fácil descubrir el hilo argumental en el que se apoya.
No está ahí, desde luego, la parte más débil de la obra. Si en esa zona quisiéramos fijarnos, podríamos referirnos (y ahí creo que con más razón) a una cierta rigidez de la prosa nerudiana, a la inexistente pintura de algunos personajes nombrados (Andrés, José Silva) o a la pobreza inusitada de sus adjetivaciones (vaho blanco, pajareras altas, árboles largos, oscuridad negra, etc). Podríamos también aludir a la inesperada bilis tumultuosa que el poeta chileno destila en el prólogo contra los escritores consagrados de su país (“Los equilibrados imbéciles que forman parte de nuestra vida literaria”), contra el sistema social en su conjunto (“Soy hombre tranquilo, enemigo de leyes, gobiernos e instituciones establecidas. Tengo repulsión por el burgués”) y contra su propia obra, de la que se distancia cautelarmente (“He escrito este relato a petición de mi editor. No me interesa relatar cosa alguna”).
Pero también conviene señalar los aspectos más llamativos de la obra. Si tuviera que elegir, me quedaría sin dudarlo con el nebuloso modo de su conclusión (ya opinó una vez Jorge Luis Borges que la ambigüedad puede ser una riqueza) y con la brillantez de sus símiles y metáforas, que ya insinúan al Neruda futuro. Así, nos comunica que la rubicunda Irene está enriquecida por una “salud de piedra de arroyo” (II); que hay cuatro hermosos caballos que “descansan echados a la orilla del agua como los países en el mapa” (III); que las manos frías de una muerta estaban “ahuecadas como queriendo aprisionar humo” (VIII); o que las olas que se estrellan en la orilla forman en la arena un “anillo de humedad de culebra infinita” (XI). Son diamantes (nadie lo negará) engastados en una joya (yo tampoco lo negaré) de plata.

1 comentario:

La Pelipequirroja del Gato Trotero dijo...

La recuerdo vagamente...¿Toca ya relectura? 🤔🙄💋