Con este
nombre bautizó Pablo Neruda un relato cuyos protagonistas son dos cuatreros y
una mujer llamada Irene, esposa de uno y amante del otro. La lírica estructura
de la narración y las digresiones paisajísticas y sentimentales que aquí se
observan han provocado siempre una notable confusión entre algunos de sus
exégetas, que han llegado a decir que la trama de la obra es “incoherente” (así
lo dictaminó Fernando Alegría) o que resulta imposible encontrar en ella “un
desarrollo realista” (Enrico Mario Santí). Verdaderamente, la pieza resulta
poco usual, pero si se lee con atención es fácil descubrir el hilo argumental
en el que se apoya.
No está
ahí, desde luego, la parte más débil de la obra. Si en esa zona quisiéramos
fijarnos, podríamos referirnos (y ahí creo que con más razón) a una cierta
rigidez de la prosa nerudiana, a la inexistente pintura de algunos personajes
nombrados (Andrés, José Silva) o a la pobreza inusitada de sus adjetivaciones
(vaho blanco, pajareras altas, árboles largos, oscuridad negra, etc). Podríamos
también aludir a la inesperada bilis tumultuosa que el poeta chileno destila en
el prólogo contra los escritores consagrados de su país (“Los equilibrados
imbéciles que forman parte de nuestra vida literaria”), contra el sistema
social en su conjunto (“Soy hombre tranquilo, enemigo de leyes, gobiernos e
instituciones establecidas. Tengo repulsión por el burgués”) y contra su propia
obra, de la que se distancia cautelarmente (“He escrito este relato a petición
de mi editor. No me interesa relatar cosa alguna”).
Pero
también conviene señalar los aspectos más llamativos de la obra. Si tuviera que
elegir, me quedaría sin dudarlo con el nebuloso modo de su conclusión (ya opinó
una vez Jorge Luis Borges que la ambigüedad puede ser una riqueza) y con la
brillantez de sus símiles y metáforas, que ya insinúan al Neruda futuro. Así,
nos comunica que la rubicunda Irene está enriquecida por una “salud de piedra
de arroyo” (II); que hay cuatro hermosos caballos que “descansan echados a la
orilla del agua como los países en el mapa” (III); que las manos frías de una
muerta estaban “ahuecadas como queriendo aprisionar humo” (VIII); o que las
olas que se estrellan en la orilla forman en la arena un “anillo de humedad de
culebra infinita” (XI). Son diamantes (nadie lo negará) engastados en una joya
(yo tampoco lo negaré) de plata.
1 comentario:
La recuerdo vagamente...¿Toca ya relectura? 🤔🙄💋
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