Pablo
tiene diecisiete años y vive en una buena casa burguesa, con unos padres de
izquierdas que le pusieron su nombre en homenaje al fundador del PSOE. Pero él,
aturdido por su juventud y por la verborrea extremista que despliega “Surcos”
(otro joven de veintidós años que actúa como su instructor), se ha convertido en un prefascista que dice odiar el
desorden, ama la bandera y la patria y se muestra dispuesto a enfrentarse,
incluso físicamente, con quienes pertenezcan a cualquier minoría que le parezca
despreciable. En ese mundo brutal y primario, Pablo ha sido rebautizado como
“Cachorro”.
Cuando se
inicia la acción nos encontramos a ambos jóvenes en la casa de los padres de
Pablo, que se encuentran fuera. Es agosto, la temperatura es alta, beben
alcohol y están aburridos: mala mezcla. Surcos, para combatir el tedio y lograr
que Cachorro se vaya habituando a sus métodos violentos, ha tenido una idea de
lo más desagradable: contratar por teléfono los servicios de un travesti para
divertirse a su costa. Pronto, la idea de divertirse degenerará en el proyecto
de darle una paliza; después, Surcos habla incluso de castrarlo con un machete
que lleva siempre encima. Cachorro, sumiso al principio, irá poco a poco
sintiéndose más inquieto con los planes de su compañero, pero no sabe bien cómo
frenarlo.
Ésta es
la angustiosa situación que Paloma Pedrero urde en Cachorros de negro mirar, una inquietante pieza teatral donde los
nervios del lector son puestos a prueba con diálogos tensos, ideas
desagradables y abruptos brotes de violencia que rozan la psicosis y que se
resuelven en un final desasosegante.
Siempre
es un enriquecimiento leer a esta dramaturga madrileña.
1 comentario:
Uf, cuánta rabia y frustración...mmmm, pinta bien.
Besitos 💋💋💋
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