En 1926,
el chileno Pablo Neruda publicó, en colaboración con Tomás Lago, un singular
librito al que aportó once prosas muy curiosas.
En “El
otoño de las enredaderas” nos ofrece una variante juvenil del tópico latino tempus fugit, que redacta con estructura
de epanadiplosis y que cierra con unas líneas musicales, innegablemente
poemáticas (“Lo empuja el viento, lo apresura la lluvia, por los senderos del
mar, lo empuja el viento, lo apresura la lluvia, y la estela de ese navío está
sembrada de pájaros amarillos”).
En
“Primavera en agosto” asistimos a una radiante explosión de luz, donde el poeta
parece estar hablando, más que de su entorno, de su propio alborear, de su
“alegría profunda, después de la ensimismada tristeza”. La lástima es que en su
desarrollo ondeen más interjecciones de las aconsejadas por el buen gusto
literario (“Ah primavera”, “Oh alegría”).
Y en
“Atardecer” encontramos una abigarrada alegoría: el chileno nos invita a
contemplar los fulgores desfallecientes de una jornada bajo el disfraz luminoso
de un circo, de una “profunda carpa” atravesada por ráfagas de color. Allí nos
muestra los “trapecios ardiendo”, la majestad negra de los caballos, la quietud
de las amazonas, la rítmica alocución de los timbales, el cardíaco cruzar de
los volatineros o la melancólica tristeza de unos “despaciosos payasos
amarillos”; aparte, claro está, de las inevitables jaulas donde suena
periódicamente el “rugido de los leones guardianes”.
Pero
quizá los más interesantes sean los cuatro apuntes últimos (que el crítico
Hernán Loyola estima que ya anticipan Residencia
en la tierra): “Desaparición o muerte de un gato”, “T.L.”, “Tristeza” y “La
querida del alférez”, donde de pronto se observa un tono más maduro, más
cuajado, más innovador, casi entrando en la madurez expresiva del futuro premio
Nobel.
1 comentario:
¡Ay bribón, cual áspid has vuelto a tentarme! 🙄😁💋
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