viernes, 22 de noviembre de 2019

Un dios salvaje




Camilo José Cela se definió ante Soler Serrano como una persona que intentaba pasar por el mundo “haciendo la puñeta a la menor cantidad de gente posible”. Y esa loable actitud, sublimada y acaso deformada esperpénticamente por la modernidad, ha generado lo que ha dado en llamarse “corrección política”. Pero, como siempre que adoptamos un disfraz, los problemas surgen cuando su tela comienza a picarnos o sus hechuras no responden con la flexibilidad que sería deseable. Es entonces cuando aparecen las fricciones, los reproches, la furia de la rabia represada.
Dos matrimonios se reúnen en la casa de uno de ellos, porque el hijo de los anfitriones ha sido golpeado con un palo por el hijo de los invitados; y todos, civilizadamente, quieren discutir la situación para llegar a un acuerdo pacífico, educativo y moderado. Al principio, el talante de los cuatro parece dialogante; después, las personalidades disímiles comienzan a extremar sus parlamentos. La anfitriona, que comenzó edulcorada (afirma en la página 30 que cree “en el poder pacificador de la cultura”), termina explotando ante la prepotencia de los visitantes (“No sirve de nada comportarse con educación. La honestidad es una idiotez, sólo sirve para sentirnos más débiles y desarmados”, p.59). Y el invitado (un abogado sinuoso y que recibe constantes llamadas en su teléfono móvil), harto de fingimientos, se quitará la máscara (“Ya hemos tenido bastante ración de arengas y sermones”, p.59) y vomitará sus ideas más primitivas (“Yo creo en un dios salvaje. Es él quien nos gobierna, sin solución de continuidad, desde la noche de los tiempos”, p.78).
Yasmina Reza nos traslada en esta obra una reflexión ácida y directa sobre el mundo en que vivimos, encorsetado por normas melifluas pero que hierve de brutalidad e instintos por debajo del disfraz. Una pieza de teatro muy reveladora y sincera, que nos obliga a reflexionar.

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