Camilo
José Cela se definió ante Soler Serrano como una persona que intentaba pasar
por el mundo “haciendo la puñeta a la menor cantidad de gente posible”. Y esa
loable actitud, sublimada y acaso deformada esperpénticamente por la
modernidad, ha generado lo que ha dado en llamarse “corrección política”. Pero,
como siempre que adoptamos un disfraz, los problemas surgen cuando su tela
comienza a picarnos o sus hechuras no responden con la flexibilidad que sería
deseable. Es entonces cuando aparecen las fricciones, los reproches, la furia
de la rabia represada.
Dos
matrimonios se reúnen en la casa de uno de ellos, porque el hijo de los
anfitriones ha sido golpeado con un palo por el hijo de los invitados; y todos,
civilizadamente, quieren discutir la situación para llegar a un acuerdo
pacífico, educativo y moderado. Al principio, el talante de los cuatro parece
dialogante; después, las personalidades disímiles comienzan a extremar sus
parlamentos. La anfitriona, que comenzó edulcorada (afirma en la página 30 que
cree “en el poder pacificador de la cultura”), termina explotando ante la
prepotencia de los visitantes (“No sirve de nada comportarse con educación. La
honestidad es una idiotez, sólo sirve para sentirnos más débiles y desarmados”,
p.59). Y el invitado (un abogado sinuoso y que recibe constantes llamadas en su
teléfono móvil), harto de fingimientos, se quitará la máscara (“Ya hemos tenido
bastante ración de arengas y sermones”, p.59) y vomitará sus ideas más
primitivas (“Yo creo en un dios salvaje. Es él quien nos gobierna, sin solución
de continuidad, desde la noche de los tiempos”, p.78).
Yasmina
Reza nos traslada en esta obra una reflexión ácida y directa sobre el mundo en
que vivimos, encorsetado por normas melifluas pero que hierve de brutalidad e
instintos por debajo del disfraz. Una pieza de teatro muy reveladora y sincera,
que nos obliga a reflexionar.
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