miércoles, 26 de octubre de 2016

La visita de la vieja dama



Cuando la riquísima anciana Clara Zacanasian vuelve a su pueblo natal, Gullen, se encuentra con un panorama agónico: el villorrio se encuentra en la más completa ruina y necesita desesperadamente una inyección económica de varios millones. Todos le hacen ver que su ayuda es tan urgente como indispensable. Y la vieja dama, que se ha bajado del tren acompañada de su séptimo marido, se muestra decidida a satisfacerles. La euforia alcanza límites inauditos cuando la anciana les revela la cantidad que piensa donar al pueblo: mil millones... Pero esa misma euforia se convertirá en estupor cuando les revele la única condición que impone para entregar el cheque: que alguien mate antes a Till, que fue su novio durante la juventud y que, tras dejarla embarazada, la abandonó a su suerte, obligándola a marcharse del pueblo y dedicarse a la prostitución para sobrevivir. Ahora, Till es un comerciante de la localidad y todos se abastecen en su tienda. ¿Cómo van a sucumbir a la abominación de matarlo? “Puedo esperar”, dictamina la paciente dama como conclusión del primer acto.

A partir de entonces, la diabólica construcción escénica de Friedrich Dürrenmatt nos atenaza, nos acelera el pulso, nos indigna, nos obliga a tragar saliva, nos estremece, nos perturba. Vamos comprobando la manera en que los vecinos (e incluso la familia de Till) comienzan su lenta deriva, se van ajustando a la indignidad, calculan lo que podrían hacer con tantísimo dinero y comienzan a alinearse con la postura de la anciana. Nadie se muestra partidario de alzar un arma contra él, lógicamente, porque son ciudadanos honorables, pero la verdad es que Till se comportó como una alimaña con la pobre Clarita y tampoco sería extraño (ni injusto) que alguien... La saliva se vuelve cianuro, los dedos buscan gatillos en los que apoyarse y Till, asfixiado por la estrechez del cerco, se siente cada vez más solo. Incluso, en un alarde de cinismo hipócrita, le tienden una escopeta para que él mismo ahorre suplicios emocionales a sus conciudadanos y abrevie el proceso. Pero el comerciante ha decidido mantenerse firme: que los demás hagan lo que crean que deben hacer. Tal vez se compadezcan, al final. Tal vez lo haga Clarita. Tal vez triunfe el sentido común. Tal vez...

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