Cuando la riquísima anciana Clara Zacanasian vuelve
a su pueblo natal, Gullen, se encuentra con un panorama agónico: el villorrio
se encuentra en la más completa ruina y necesita desesperadamente una inyección
económica de varios millones. Todos le hacen ver que su ayuda es tan urgente
como indispensable. Y la vieja dama, que se ha bajado del tren acompañada de su
séptimo marido, se muestra decidida a satisfacerles. La euforia alcanza límites
inauditos cuando la anciana les revela la cantidad que piensa donar al pueblo:
mil millones... Pero esa misma euforia se convertirá en estupor cuando les
revele la única condición que impone para entregar el cheque: que alguien mate
antes a Till, que fue su novio durante la juventud y que, tras dejarla
embarazada, la abandonó a su suerte, obligándola a marcharse del pueblo y
dedicarse a la prostitución para sobrevivir. Ahora, Till es un comerciante de
la localidad y todos se abastecen en su tienda. ¿Cómo van a sucumbir a la
abominación de matarlo? “Puedo esperar”, dictamina la paciente dama como
conclusión del primer acto.
A partir de entonces, la diabólica construcción
escénica de Friedrich Dürrenmatt nos atenaza, nos acelera el pulso, nos
indigna, nos obliga a tragar saliva, nos estremece, nos perturba. Vamos
comprobando la manera en que los vecinos (e incluso la familia de Till)
comienzan su lenta deriva, se van ajustando a la indignidad, calculan lo que
podrían hacer con tantísimo dinero y comienzan a alinearse con la postura de la
anciana. Nadie se muestra partidario de alzar un arma contra él, lógicamente, porque
son ciudadanos honorables, pero la verdad es que Till se comportó como una
alimaña con la pobre Clarita y tampoco sería extraño (ni injusto) que
alguien... La saliva se vuelve cianuro, los dedos buscan gatillos en los que
apoyarse y Till, asfixiado por la estrechez del cerco, se siente cada vez más
solo. Incluso, en un alarde de cinismo hipócrita, le tienden una escopeta para
que él mismo ahorre suplicios emocionales a sus conciudadanos y abrevie el
proceso. Pero el comerciante ha decidido mantenerse firme: que los demás hagan
lo que crean que deben hacer. Tal vez se compadezcan, al final. Tal vez lo haga
Clarita. Tal vez triunfe el sentido común. Tal vez...
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