Se lee en una de las páginas de El principito (volumen por el que
siempre he desarrollado una inmaculada devoción) que hay que estar dispuesto a
soportar a las orugas si se quiere conocer a las mariposas. Y recuerdo que,
desde la primera vez que leí aquella sentencia, me formulé una pregunta anómala
o clarividente: ¿qué tienen de malo las orugas en sí mismas? ¿Por qué han de
ser vistas como un simple peldaño (repulsivo) previo a las mariposas?
Luisgé Martín, uno de los prosistas más sólidos del
panorama español, acaba de publicar en Anagrama un volumen valeroso y aguerrido
en el que aborda su experiencia vital como gay desde que, a los quince años,
advirtiera ese rasgo de su carácter. Nos explica que durante mucho tiempo se
enclaustró en el silencio y en la abstinencia; que acudió a un terapeuta
conductista para “curarse” de su desviación; y que, al fin, derrotado por la
evidencia, comenzó a vivir esa sexualidad con una paulatina energía liberadora,
que lo llevó a explorar decenas de cuerpos y emociones, hasta desembocar en su
actual matrimonio con Axier. “Este libro es, en cierto modo, el inventario de
mis arrepentimientos, de las mentiras que acepté con mansedumbre”, pregona el
autor en la página 183. Y de las mentiras y de los subterfugios se libera uno
siempre con la luz, con la verdad, con la mostración descarnada (o encarnada).
Quien
acuda a este volumen buscando únicamente literatura la encontrará en cada
página (al excelente ritmo sintáctico de Luisgé Martín se le añaden en este
tomo unas adjetivaciones sinestésicas que cortan el hipo, como cuando habla del
“gusto sucio del tabaco” o de los “colores torcidos” de Van Gogh); pero ese
deleite, con ser legítimo, no constituye la médula de la obra, ni debería ser
el objetivo máximo de los lectores. Porque en El amor del revés (y utilizo una vieja fórmula de Walt Whitman) no
se toca un libro, sino que se toca a una persona. En sus líneas están todos los
estadios emocionales de la persona Luisgé, sin disfraces ni afeites: el niño
desconcertado, el adolescente confuso o temeroso, el joven que experimenta, el
adulto que reflexiona... Cada párrafo es un paño de la Verónica , un documento
empapado de sinceridad. Y podemos sentir que, heterosexuales u homosexuales, su
espíritu nos atañe, porque estamos leyendo verdades íntimas del ser humano,
zozobras universales, destinos milenarios. En cada frase de esta magnífica obra
descubrimos su cargamento de lágrimas, de estupor, de saliva tragada y de
veladuras; pero también el vigor constante de quien, sobreponiéndose a las
vacilaciones, ha alcanzado el destino más pleno de cualquier persona: ser ella
misma.
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