Recordar la España rural de 1930 resulta relativamente
sencillo si nos acercamos hasta las fotografías que se conservan de la época:
hombres vestidos con ropas pobres y tocados con boinas, mujeres enlutadas con
pañuelos en la cabeza, calles salpimentadas de socavones, niños erosionados por
el hambre y la mugre... No se trata de un panorama derrotista o rencoroso; no
se trata tampoco de una manipulación ideológica. Fue la realidad. Las imágenes
están ahí para corroborarlo. Y también lo están los datos estadísticos: en
1931, solamente el 58% de los niños estaban escolarizados y el índice de
analfabetismo de la población superaba el 42%. Era una España desequilibrada y
bochornosa, que las facciones políticas conservadoras y las élites económicas
no parecían muy interesadas en mejorar.
Cuando advino la Segunda República ,
una de las prioridades que se marcó el nuevo régimen fue construir un modelo
educativo más sólido, unificado, gratuito y laico, que se extendiera también hasta
aquelllos lugares que secularmente habían estado aislados y desatendidos. En
esa línea de cambio se crearon las misiones pedagógicas, que tuvieron como
objetivo llevar cultura a las zonas rurales: les proyectaban pequeñas piezas de
cine, ofrecían charlas sobre temas que les pudieran interesar, realizaban
lecturas públicas, mostraban copias de cuadros famosos (el murciano Ramón Gaya
fue uno de los artistas que colaboraron en este apartado), representaban piezas
teatrales de Cervantes y Lope de Rueda, los invitaban a escuchar música o los
distraían con espectáculos de marionetas. Al final, cuando se marchaban, los
misioneros les dejaban una pequeña biblioteca que, normalmente, quedaba al
cuidado del maestro de la localidad, que se encargaba de gestionarla y darle la
máxima difusión.
Intelectuales como la ensayista María Zambrano, la lexicógrafa
María Moliner, el poeta Luis Cernuda o el dramaturgo Alejandro Casona se
sumaron de forma gratuita a esta abnegada tarea cultural que contó desde el
principio con la oposición de algunos diputados cerriles, entre ellos “José
Ibáñez Martín, posterior ministro franquista de Educación” (p.151), que la
consideraban un desperdicio de dinero y que no cejaron hasta conseguir
destrozarla.
Con este trabajo de investigación y de recopilación
(que además nos aporta un conjunto de fotografías impagables, donde podemos ver
el respeto que muestra un anciano campesino mientras contempla un cuadro de
Goya o la sorpresa de unos niños tiznados que ven cine por primera vez),
Alejandro Tiana nos permite conocer con más detalle aquel proyecto en el que la
utopía, el afán de enseñar y el apostolado se concretaron en casi siete mil
actuaciones en aldeas, pueblecitos y núcleos de población de difícil acceso y
en más de cinco mil pequeñas bibliotecas donadas a los maestros. No se consiguió
un resultado más extenso porque la guerra y los recortes presupuestarios lo
impidieron, pero la grandeza ética de aquellos visionarios no caerá tan
fácilmente en el olvido. A unos se les fusiló durante la contienda civil; otros
marcharon al exilio; y otros se diluyeron en el anonimato. Pero lo que lograron
aquellos intelectuales movidos por la generosidad está ahí, imborrable,
generoso y fértil.
En el apéndice que clausura este hermoso volumen
reivindicativo, el autor nos aporta también, como complemento audiovisual, un
enlace para que contemplemos un rodaje del año 1932 donde se dejaba testimonio
de este experiencia, para que la entendamos mejor. Al acabar el libro, conviene
acercarse hasta él: https://vimeo.com/84018345.
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