Nació en Caravaca de la Cruz en 1957, se llama Miguel
Sánchez Robles y es uno de los mejores poetas de España. Se ha presentado a un
auténtico Everest de premios literarios y, para disgusto de sus detractores
(que deben andar mordiéndose las uñas a la altura de la muñeca), los ha ganado
casi todos. Tiene un don especial para obtener metáforas y magia con la
combinación de los vocablos; pero, lejos de dormirse en los laureles de la
facilidad (que es lo que hacen otros, vividores de la fotocopia), es al mismo
tiempo un trabajador incansable, que no para de acometer riesgos y que se deja
la piel del alma sobre la cartografía de los versos.
Traigo hoy aquí una de sus obras, Desecación de la alegría, que supone una
alta profundización en sus temas anteriores. Si ya nos había dicho que “vivimos
atrapados en íntimas derrotas” (La voz en
los espejos), que estamos sometidos al “coma barbitúrico del tiempo” (Síndrome de tanto esperar tanto); e
incluso que “somos el sobrante numérico de cero” (¿Dónde andará la vida?), ahora en estas líneas el dolor se
aquilata, se depura, se concentra. Miguel Sánchez Robles comprende que vivimos
emborrachados por la debilidad, chapoteando en un mundo sin escapatorias, huérfanos
de paraísos. Y que todas las esperanzas que queramos edificar para engañarnos a
nosotros mismos no son más que fraudes conscientes. Hemos perdido el sabor a
fruta del vivir, el gozo de respirar y de tener futuro; y esa certidumbre
obliga al escritor a mostrarse triste (“Siento que todo es máscara / y la vida
es nihilismo”). Pero es que, si se mira hacia adelante, tampoco parece que
exista una meta que nos sea posible alcanzar (“Ni siquiera estamos cerca de
nada. / Somos como caballos hacia ninguna parte”). Estamos cansados, no existe
el color azul, huele a derrota y la piedad es mentira. El panorama, desde
luego, es terrible; pero Miguel no se ha propuesto escribir una obra
edulcorada, sino un electrocardiograma del mundo en que vivimos; y no pueden
ser otras las palabras que elija para darnos ese retrato.
Si a todo ese panorama se le unen imágenes
deslumbrantes (“Hace frío en los sueños”), definiciones que sacuden e
impresionan por su contundencia (“Esperar sabe a tierra en los pulmones”),
trallazos melancólicos que provocan congoja en el corazón (“Todo en la vida pasó
hace mucho tiempo”), fórmulas que podría haber firmado Francisco de Quevedo (“Los
espejos reflejan cadáveres futuros”) y sentencias que, bajo su simplicidad,
esconden la nitroglicerina del desencanto (“No queda qué decir. / Hemos perdido”),
tendremos un volumen de poesía que está llamado a convertirse en uno de los
pilares básicos en la producción de Miguel Sánchez Robles. Al tiempo.
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