Se han dicho muchas cosas del madrileño Montero
Glez desde que los editores y los lectores decidieran fijarse en sus obras y
prestarle un poco de atención. Hasta Arturo Pérez-Reverte ha reconocido en
algún artículo y alguna entrevista que envidia la forma de escribir de este
hijo de Chamberí. Ahí queda eso.
Sus libros Sed
de champán, Manteca colorá, Al sur de tu cintura o Cuando la noche obliga han ido confirmando paulatinamente que no
estábamos ante un escritor momentáneo, fruto de una moda, sino ante un artillero
de potencia más que notable, que venía a las letras españolas para hacerse
notar y para que escuchemos durante mucho tiempo sus zambombazos y sus
metáforas.
En el año 2006 publicó Diario de un hincha, un conjunto de columnas periodísticas absolutamente
gamberras, deslenguadas, vivaces, que chisporrotean buen humor y que no se
detienen ante ningún tabú. Montero Glez, ajeno a los estropicios estilísticos y
morales de la corrección política, se fija como objetivo no dejar títere con
cabeza, ni santo sin su merecida dosis de incienso. Y así le sale este libro:
desbordado de ingenio, juegos verbales, tacos, adjetivos majestuosos y mala
leche. Como se esperaba. Morderse la lengua es, para gente como Quevedo, Umbral
o Montero Glez, costumbre de la que no abusan.
De esta forma, nos dirá que el famoso gol de Zarra
lo metió éste a medias con Matías Prats; que del azulgrana Ronaldinho llama la
atención “esa boca de penco corrido que la naturaleza, siempre tan sabia y
ocurrente, le ha regalado” (p.36); que “si Dios existiera y jugase al fútbol lo
haría como Maradona” (p.55); y que el gallego Alejandro Finisterre, inventor
del futbolín, merecerá siempre el respeto y la admiración de todos los
españoles. Pero también, indignado, tiene el coraje de denunciar que el viejo
campo del Atlético de Madrid corre peligro, porque “los jefes del fútbol han
hecho pandilla con los del cemento. Y como que chusma así no puede parir nada
bueno, pronto empezarán las obras. O sea, que en menos que se tarda en decir
joder, y con el permiso de la autoridad, la maquinaria se pegará el madrugón”
(p.15).
El único lunar que el libro incorpora podemos
hallarlo en la página 60, donde se define al alemán Bernd Schuster como
“nibelungo”, lo que constituye un error, propagado por la radio y buena parte
de la prensa. Los nibelungos eran, en realidad, enanos y de color negro. Y
ninguna de las dos características puede ser predicada del altiricón y rubiales
exfutbolista.
Por lo demás, todo en la obra respira entusiasmo y
dedicación a un deporte que mueve corazones, voluntades y dineros. No en vano
llega a decir Montero Glez que, teniendo este espectáculo ante los ojos y
pudiendo gozar de sus maravillas, “que le den por saco a Cristo, a Mahoma y al
mismísimo Diablo” (p.56). Así de visceral, así de aguerrido, así de
contundente.
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