El checo Franz Kafka, el hombre que no sabía vivir,
mantuvo a lo largo de su existencia varias relaciones sentimentales, que nunca
culminaron (sobre todo por indecisiones suyas o por asfixias de última hora) en
una experiencia matrimonial. Una de ellas tuvo como protagonista a Milena
Jesenská, una mujer culta, inteligente, sensible, dulce... y casada. Editada
por Alianza, con la alabadísima traducción de Carmen Gauger, tenemos aquí la
correspondencia que el escritor mantuvo con la periodista y traductora, de la
cual apenas se conservan unas pocas líneas dirigidas a Max Brod, porque las
cartas enviadas a Franz se han perdido todas.
En este viaje por el alma del autor de La metamorfosis descubrimos la siempre
sorprendente hiperestesia del checo (“Me quejo de mis débiles
fuerzas, me quejo de haber nacido, me quejo de la luz del sol”, p.82), algunas
frases que harían las delicias de un psicoanalista (“Amor es que tú seas para
mí el cuchillo con el que escarbo en mi interior”, p.287), súplicas que le
brotan inesperadas y que tienen mucho de lágrimas de tinta (“¡Quédate siempre
conmigo!”, p.114) y también secuencias de una clarividencia amarga, que Kafka
redacta con prosa apolínea, aunque adivinemos su tristeza en cada vocal y en
cada consonante que redacta (“Hay pocas cosas seguras, pero ésta es una de
ellas: que nunca viviremos juntos”,
p.299).
Kafka, que
intenta durante la mayor parte de las páginas mantener una postura sobria,
serena y equilibrada, no puede evitar en ocasiones deslizarse hacia la emoción,
como cuando se pregunta a sí mismo: ““¿Por qué (dicho sea de paso) soy un ser
humano con todos los tormentos de esta condición tan poco clara y tan
horriblemente cargada de responsabilidad? ¿Por qué no soy, por ejemplo, el
feliz armario de tu habitación, que te contempla toda entera cuando estás
sentada en la butaca o ante el escritorio o cuando te acuestas o duermes?
(¡Bendito sea tu sueño!) ¿Por qué no lo soy yo?”, p.142). Y tampoco se reprime
en dos o tres pasajes, leves pero intensos, donde muestra su sensualidad. Así,
en las páginas 105 y 106 fantasea con la idea de susurrar su nombre junto a la
oreja de Milena y que ella se gire lentamente en la cama en dirección a su
boca; y en la página 225 le habla de besarle el hombro “si tú tienes la bondad
de retirar un poco la blusa” o de descansar la cabeza “junto a tu pecho casi
descubierto”. Dos tenues apuntes que humanizan tanto a Franz Kafka como la
salida humorística de la página 48, donde define a las personas gordas como
“capitalistas del espacio aéreo”.
De todas
formas, y dejando a un lado estas anécdotas, el volumen se antoja
imprescindible para entender con más claridad las vacilaciones íntimas y los
temores de un hombre que, enamorado de Milena de un modo absoluto y torturado, y
no sabiendo exactamente cómo tiene que actuar con ella, con su marido y con todas
las personas que les rodean, se desangra al escribir párrafos como éste: “Yo no
lucho por ti con tu marido, la lucha tiene lugar sólo dentro de ti; si el
resultado final dependiera de un combate entre tu marido y yo, todo estaría
decidido hace tiempo” (p.147). Un volumen necesario, lánguido y de una hondura
terrible y conmovedora.
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