Si se pronuncia o se cita el nombre de Alberto
Savinio, lo más normal es que pocos sepan algo de él, o lo asocien a una obra o
a una fama. Pero si se añade que éste fue el seudónimo que utilizó para
escribir y publicar el pintor italiano De Chirico, es muy posible que las cosas
comiencen a estar algo más claras.
La editorial Pre-Textos, gracias a la traducción de
César Palma, ofrece en su hermoso catálogo el volumen autobiográfico Tragedia de la infancia, escrito en 1945
(cuando De Chirico, saltada la barrera del medio siglo de vida, se aprestó a
componer un duro y personalísimo balance familiar). Nos dice el autor que,
cuando se llega a una cierta edad y se mira hacia al ayer “descubrimos con
júbilo que detrás de nosotros, y casi sin darnos cuenta, en forma de muchos
bosques y de muchos jardines, hemos dejado una obra. ¿Qué importa morir? En
nuestra boca tenemos ya el sabor de la inmortalidad”, p.10. Pero no conviene
que nos dejemos ganar por el entusiasmo de esa revelación y pensemos en un
volumen luminoso, dulce o nostálgico, donde los juegos infantiles del autor,
sus primeros amores o sus recuerdos iniciales se tiñen de rosa y saben a
almíbar. Esa hipótesis queda pronto descartada. Savinio (es decir, De Chirico)
guarda una profunda aversión hacia aquel tiempo infame en el que los adultos,
grandes castradores de la libertad y de la originalidad, se empeñan en educar y
conducir a los niños para convertirlos en borregos sociales, inofensivos,
neutros y grises. De tal modo que puede llegar a formular párrafos tan amargos
y contundentes como éste: “Infancia: a ti, ingrato campo de batalla sin honor,
los hombres conscientes no te recordamos con nostalgia. Nuestra memoria no te
desea: te rehuye. No te invoca: te repudia” (p.147).
Eso justifica que sus recuerdos sean esencialmente
negativos (nos habla de la fiebre que lo aquejó durante un tiempo, de un
pajarillo que se le escapó por la ventana, de su primer desengaño amorosos
infantil, de una función de teatro a la que lo llevaron sus padres y que
terminó estrepitosamente, etc) y que al final del tomo se decante por un
lirismo introspectivo, donde se adivina la presencia de un buen número de
claves psicológicas, llenas de amargura.
De Chirico es plenamente consciente de que no se
parece en nada a las personas que lo rodean (“Siendo en apariencia hombre
semejante a los demás, me alimento de curiosidades bien distintas”, p.85), pero
que tiene que empeñarse en la búsqueda de su propio camino de dicha, con
métodos intransferibles (“Mi alma se dedicó a organizar mi felicidad”, p.31).
Una obra interesantísima para bucear en el corazón
de un hombre complejo, que nos ofrece aquí las claves de su espíritu bajo el
disfraz de una exquisita pieza literaria.
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