Me encantan
(siempre me han encantado) los libros misceláneos, de anécdotas, de
curiosidades, porque en ellos descubro muchos detalles que me sirven para
aprender y para distraerme. Así que cuando llegó a mis manos El libro de los sucesos, de Isaac Asimov
(traducción del volumen a cargo de R.
Cárdenas y F. A. Esteva), poco tuve que pensarme la inmersión en sus líneas.
No me arredró, desde luego, que resultara tan voluminoso (medio millar de
páginas), porque la fluidez con la que siempre se expresa el autor
ruso-norteamericano permite que la mirada y la inteligencia se deslicen con
facilidad por el texto y lo conviertan en liviano y agradable.
¿Resumen de
la obra? Dificultoso de elaborar, sin duda, porque el volumen es tan
sostenidamente brillante que en cada sección brotan los detalles dignos de
recuerdo. Por eso, me limito a seleccionar algunas anotaciones, como muestra de
su contenido.
Así, explica
que la anestesia comenzó a ser
utilizada para partos hacia 1840, pero que su normalización llegó cuando la
reina Victoria, en 1853, la recibió también para dar a luz a su séptimo hijo;
que Carlomagno sabía leer, pero no escribir; que el monarca sueco Carlos VII
eligió ese nombre de forma misteriosa, porque nunca hubo ningún Carlos anterior
a él reinando en su país; que el pintor Claude Monet pudo dedicarse a vivir de
su arte… sólo después de ganar cien mil francos en la lotería francesa; que el
almirante Nelson no medía más allá de 1’57 metros; que en el siglo XIV los
tártaros lanzaron sobre la ciudad de Caffa, con catapultas, cuerpos de soldados
muertos por beste bubónica, convirtiéndose en los primeros que usaron la
“guerra bacteriológica” en la Historia; que Albert Einstein vendió autógrafos a
3 dólares y firmó fotos a 5 dólares durante el año 1930, con el fin de recaudar
dinero para los pobres de Berlín; que los árabes bebían café (listos ellos)
hacia el año 850, siete siglos antes que los europeos; que el premio Pulitzer
de Literatura Upton Sinclair (soso él) se mantuvo durante años con una dieta
exclusiva de arroz y fruta; que en algunas tumbas precolombinas se han hallado
restos de palomitas de maíz; que tras veinte años como fiel criado sin paga
del Duque de Windsor, Walter Monckton fue premiado con una cigarrera en la que
estaba grabado su nombre... mal escrito; que la famosa cuenta atrás de los
cohetes espaciales («Cinco, cuatro, tres, dos, uno, despegue») no fue un
invento de la NASA, sino que la concibió el director cinematográfico alemán
Fritz Lang para su película Una Mujer en la Luna (1928); que los esquimales usan siempre
refrigeradores para evitar que se congelen sus alimentos; que Benjamin Franklin inventó la mecedora; o que (por
no agotar la paciencia de los lectores) un mosquito dispone de 47 dientes.
Leyendo curiosidades como éstas será difícil que alguien se resista a la tentación de buscar el libro y devorarlo. Yo lo haría.
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