No puedo
definir estas Cartas de amor a Nora Barnacle
sino como alucinantes. Y no tengo problema en reconocer que me da un poco de
vergüenza ajena el hecho de que los herederos o editores las hayan publicado,
porque son tan íntimas, tan crudamente personales, que resulta evidente que
James Joyce jamás hubiera autorizado su difusión pública. Pero si el célebre
alpinista subió al Everest porque estaba ahí, yo las leo porque están ahí. Mi
única culpa es la curiosidad.
Las cartas
comienzan en junio de 1904 y son muchos los elementos que en ellas nos
suministran información sobre el novelista irlandés. Interesantes resultan, por
lo contundentes, las opiniones religiosas que desliza en una de las primeras (“Hace seis años dejé, con un odio ferviente, la Iglesia Católica.
Me fue imposible permanecer en ella contrariando los impulsos de mi naturaleza.
Cuando era estudiante hice contra ella una guerra secreta y decliné aceptar las
posiciones que se me ofrecían. Al hacerlo me convertí en un mendigo, pero
conservé mi orgullo”, agosto de 1904); y algunas ideas que el autor del Ulises tiene sobre la amistad, que
centra en una experiencia negativa (“Cuando era más joven tuve un amigo a quien
me di por completo, en cierto sentido más de lo que me entrego a ti, y en otro
sentido menos. Era irlandés, es decir, me traicionó”, septiembre de 1904).
También descubrimos flaquezas muy personales, como
la dolorosa pregunta que dirige a Nora en agosto de 1909: “¿Es Giorgio hijo
mío? La primera noche que dormí contigo en Zurich fue el 11 de octubre y él
nació el 27 de julio. Esto hace nueve meses y diecisiete días. Recuerdo que
aquella noche hubo muy poca sangre... ¿Te habías acostado con alguien antes de
hacerlo conmigo? Me habías contado que un cierto Hallohan (un buen católico,
claro, cumpliendo siempre sus deberes de Semana Santa) quería tenerte, cuando
estabas en el hotel, usando lo que llaman un “condón”. ¿Llegó a hacerlo? ¿O le
permitiste sólo que te acariciara y te tocara con sus manos?”. Pero después lo
convencen de que no ha sido así y le pide perdón por su desconfianza y por las duras
recriminaciones que le ha dirigido por carta. Además aprovecha para deslizar su
abatida opinión sobre la ciudad en que vive: “Amor mío, ¡no puedes sospechar el
hastío que siento en Dublín! Es la ciudad del fracaso, del rencor y la desdicha.
Anhelo marcharme de aquí”. Juicio que ratifica en septiembre del mismo año:
“Dublín es una ciudad detestable, y la mayor parte de la gente me repele”. Y en
octubre insiste: “Me parece que pierdo todo el día entre la gente vulgar de
Dublín, a la que odio y desprecio”.
Pero sin duda el tema estrella, por su
morbo y detallismo, es la cuestión sexual, tan presente en este epistolario.
James Joyce le envía a Nora desde el principio mensajes llenos de sensualidad
(“Un beso de veinticinco minutos en tu cuello”), que pronto giran hacia lo
sexual explícito. En agosto de 1909 le escribe: “Hay un lugar en el que me gustaría besarte, un extraño lugar, Nora. No en los labios. ¿Sabes dónde?”. Y en
septiembre se aventura a codificar sus deseos con palabras que ya no ofrezcan
tapujos: “Esta noche tengo una idea más loca que lo habitual. Me gustaría que
me azotases. Me gustaría ver tus ojos encendidos de ira”. Y aún más: “Desearía
que estudiaras cómo complacerme, cómo provocar mi deseo”. En noviembre de 1909
abunda en otros detalles, que afectan a lo indumentario: “Quiero que tengas un
gran surtido de toda clase de ropa interior, de todos los tonos delicados,
guardado en un gran armario perfumado”. Y en diciembre llega a un extremo difícil
de leer sin sonrojo, cuando le indica que le gustaría “tomarte por atrás, como
un cerdo que monta a una puerca, glorificado en la sincera peste que asciende
de tu trasero, glorificado en la descubierta vergüenza de tu vestido vuelto
hacia arriba y en tus bragas blancas de muchacha y en la confusión de tus mejillas
sonrosadas y tu cabello revuelto”. Imagen que perfecciona con otra, más
escatológica aún, cuando le dice que la recuerda “haciendo delante de mí el más
sucio y vergonzoso acto del cuerpo. ¿Te acuerdas del día en que te alzaste la
ropa y me dejaste acostarme debajo de ti para ver cómo lo hacías?”. Como
culminación, le dedica un fragmento donde procacidad y poesía se dan la mano:
“Nora, mi fiel querida, mi pícara colegiala de ojos dulces, sé mi puta, mi
amante, todo lo que quieras (¡mi pequeña pajera amante! ¡mi putita folladora!).
Eres siempre mi hermosa flor silvestre de los setos, mi flor azul oscuro
empapada por la lluvia”. La carta del 8 de diciembre de 1909, donde habla de
los pedos que ella fue soltando mientras la penetraba y del líquido que comenzó
a salir de su trasero, es tan ordinaria que ni siquiera me atrevo a
reproducirla en esta reseña. Pero es que las posteriores prolongan y recrudecen
ese camino fecal, llegando a imágenes que, salvo para los adictos a la
coprofilia (imagino), se antojan insufribles.
En suma, un volumen que nunca debió
salir de lo estrictamente privado, si las ansias del mundo lector fueran
respetuosas. Que no lo son.
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