Después de casi
cuatro décadas leyendo como un cosaco, después de haber escuchado con los ojos
a centenares de autores, después de haber recorrido géneros, épocas y estilos, después
de unos tres mil libros devorados en días y en noches impregnados de café, se
me impone una certeza que cada día es más sólida y más indiscutible, como la
piedra oscura de la Kaaba :
Antonio Muñoz Molina es Dios.
Lo que en él
me cautiva desde el punto de vista literario es la rigurosa belleza exacta con
la que enuncia o describe. Jamás se le detecta una frase anodina o carente de
brillo, tanto si se leen sus artículos como sus libros. No renuncia al primor
en ninguno de sus párrafos. Sus líneas nunca bostezan. Así, hablando del típico
turista, nos dice el escritor de Úbeda que “ha sido absuelto de la disciplina de mirar, sustituida por el gesto
reflejo de un dedo índice que dispara una cámara fotográfica”. Detengámonos,
porque merece la pena. La expresión es, como siempre en Antonio Muñoz Molina,
memorable: “absuelto de la disciplina de mirar”. Es imposible decirlo con más
belleza y más exactitud. Igual que cuando habla de la “lentitud mitológica” del
Guadalquivir; cuando se refiere a “la selva aritmética de las columnas” en la
mezquita; o cuando nos pregona que la mera presencia de los invasores
musulmanes del año 711 “gangrenaba de miedo a los guardianes”.
En este libro están contenidos (y descritos con una
prosa musical y elegante) los pormenores del refinamiento y de la barbarie, de
la escritura y de la política, de las venganzas familiares y de la piedad, de
los adelantos tecnológicos y de los ritos ancestrales, del esplendor y de la
decadencia. Jardines, bibliotecas, cuellos cortados, desiertos, fuentes de
mercurio, eunucos y autómatas van aflorando por las páginas de este volumen hermoso
y diferente, que culmina con un retrato casi apocalíptico de la devastación que
sufrió la ciudad en manos de los invasores bereberes: palacios calcinados,
infinitos habitantes degollados por las calles, una terrible epidemia de peste
que diezmó la población, el Guadalquivir desbordado… Y la fascinante y oscura
historia de Hisham, último califa, que no se sabe si murió víctima de Suleyman,
si sobrevivió como mendigo o aguador, si peregrinó a La Meca o si, por misteriosos
senderos del Destino, murió en Jerusalén o en Calatrava.
Leer Córdoba de los Omeyas es leer historia, pero también olerla, escucharla, palparla, oírla, porque Antonio Muñoz Molina edifica en sus hojas un homenaje delicioso a la sensualidad, a la memoria y al retrato de un mundo perdido.
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