No sé exactamente qué detalles marcan la empatía o
antipatía que me provoca un articulista de prensa. Ignoro si la base se
encuentra en los temas que aborda, en el estilo que despliega, en su
vocabulario, en su actitud o en qué
otro lugar. Lo que sí sé con certeza es que siempre me han atraído las páginas
periodísticas de Javier Marías, desde que comencé a frecuentarlas en El Semanal. Por eso me gusta acercarme
regularmente a los volúmenes que le ha ido editando Alfaguara, donde éstas se
recopilan por orden cronológico.
En Harán de
mí un criminal he sentido idénticos placeres a los experimentados con la
lectura de los otros tomos. Me he identificado con sus quejas sobre el
organismo Telefónica (“Sisadores y sádicos”); con su defensa del gran filósofo
y activista cívico Fernando Savater, tan luminoso en su estilo literario como
lúcido en sus posiciones intelectuales (“Savater o ¿cómo que todo?”); con su
fervorosa admiración por el Eduardo Mendoza que escribe libros humorísticos,
como La aventura del tocador de señoras
(“La risa mayor”); con la forma en que se rebela contra la “proporcionalidad
obligatoria” entre hombres y mujeres, en actividades como la literatura,
razonando que el talento tiene que ser la única causa para premiar o aplaudir,
y no el sexo de la persona (“Tremendamente ofendida”); con su observación
acerca de la extraña incapacidad que tienen los españoles para soportar el
éxito de los demás, mostrándose siempre deseosos de que se trunque (“La
felicidad de fastidiar”); con su polémica idea de que los animales carecen de
derechos y de deberes, y que, a lo sumo, lo que existen son deberes humanos hacia los animales (“Ni más ni menos que
animales”); con el modo en que arremete contra los libros perpetrados por los
herederos de personas famosas o geniales, que aprovechan su proximidad para
urdir páginas con las que lucrarse de forma generalmente mezquina (“Parásitos
de tu propia sangre”); con la nitidez con la que se pronuncia contra la
blandura insensata de quienes pregonan que las leyes de los inmigrantes deben
ser respetadas en el país donde se instalan, admitiendo de ese modo que
desfigurar con ácido, la ablación del clítoris o atrocidades de ese calibre
deban ser contempladas con benevolencia o disimulo (“Las tolerancias necias”);
con su atinada y oportuna queja acerca de la excesiva proliferación de
políticos en todos los informativos de la televisión, que se ha convertido casi
en algo natural, cuando hace unos años no se producía tal saturación (“Las
jetas nuestras de cada día”); con su idea de que los psicólogos están ocupando
de forma abusiva unos espacios cada vez mayores de injerencia y “consejos
absurdos” (vuelta de vacaciones, consuelo tras accidentes, etc) (“Negocio de lo
normal como anomalía”)...
En fin, que he estado de acuerdo con casi todo lo
que escribe Javier Marías. Y sobre todo con la forma brillante, rica en léxico,
esplendorosa en sintaxis, luminosa de ironía, con la que lo escribe.
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