Lo más asombroso, lo más terrible, lo más
desconcertante de los seres humanos es que, aunque lo pretendamos, nunca llegamos
a conocernos del todo a nosotros mismos. Siempre guardamos algún pliegue de
sombra, alguna esquina donde no es posible indagar, algún laberinto de gelatina
o podredumbre donde no existe posibilidad de sumergirse o donde no alcanza la
luz, por más que pretendamos proyectarla hacia allí. Somos matriuskas infinitas
donde los recuerdos, las pesadillas, la amnesia, el horror, la vergüenza o el
asco se mezclan de una forma variable en la parte profunda, mientras nos
esforzamos para que la máscara, la careta, el rostro, no delate ese fermento
repulsivo que nos habita.
Fernando Clemot (Barcelona, 1970) lo sabe muy bien,
y por eso acaba de publicar en Salto de Página una novela excelente bajo el
título de Polaris, que aborda una aproximación
muy inteligente al complejo espíritu humano. Tras ganar el premio Setenil por
su maravillosa colección de cuentos Estancos
del Chiado (2009), continuar la línea exitosa con su novela El golfo de los Poetas (2009),
afianzarse con El libro de las maravillas
(2011) y repetir triunfo con Safaris
inolvidables (2012), Fernando Clemot nos conduce de la mano hasta una zona
poco habitual para la ambientación de novelas: el círculo polar ártico. Por sus
aguas navega el Eridanus, un barco de prospecciones al que se define como “un
cadáver flotando en descomposición, ajeno a Dios y a las leyes de los hombres”
(p.8) y que está tripulado por un grupo de personas taciturnas, agrias,
crispadas, lúgubres, que reciben sus órdenes de navegación y trabajo desde la Central , un enigmático núcleo
de operaciones que nadie parece conocer, pero del que emana un poder oscuro e
indiscutible. De todos los personajes que fluyen silenciosos por estas páginas
(el capitán Farrard, el ayudante Mutter, el contramaestre Strand, el marinero
Agger) el que más protagonismo atesora es sin duda el doctor Henk Mathias
Christian, del que vamos conociendo ráfagas biográficas a través del flashback,
que nos van ayudando a trazar una tenebrosa cartografía interior en la que
destacan su padre autoritario, su hermano siempre enfermo o sus heridas bélicas
en Creta.
Moviéndose por aguas deshabitadas, arribando a
islas prácticamente desiertas donde no les queda más diversión que la
melancolía o la borrachera y viéndose obligados a convivir durante
interminables semanas en el estrecho habitáculo de un barco hostil, donde la
radio se convierte en la única compañía en medio de tinieblas eternas, una
muerte vendrá a agrietar la frágil relación de estos hombres duros, que se
culpan entre sí y que recurren a la violencia más atroz para castigar al
presunto culpable.
Fernando Clemot vuelve a demostrar en estas páginas
su extraordinaria capacidad para esculpir atmósferas con palabras y para
insertar en ellas a unos personajes de psicología tortuosa, nada superficial ni
complaciente. El resultado es una novela que embriaga y que puede llegar
incluso a asfixiar (absténganse los lectores que gusten de las intrigas fáciles
o transparentes), donde todos los miedos, las angustias, los horrores de la
memoria, los perfiles angulosos de la culpa y las charcas del oprobio están
acechando en cada párrafo, en cada imagen que los personajes protagonizan o
rememoran. Quienes se decidan a bracear por estas páginas saldrán de ellas,
puedo asegurárselo, con la musculatura robustecida y admirando al autor.
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