Llegar a la senectud y descubrir que nuestra vida
ha sido una especie de cajón de sastre, donde hemos almacenado decepciones,
sonrisas, triunfos, miradas, rencores y complicidades, es una sensación que han
experimentado gran número de seres humanos. Y Jorge Luis Borges, en uno de sus
libros prodigiosos, formuló de manera insuperable esta certidumbre diciendo que
todo lo que un hombre ha ejecutado a lo largo de su vida constituye al final la
imagen de su rostro.
Pero descubrir este hecho antes de haber cumplido
los treinta años no es un logro frecuente, y quizá por eso el volumen Un jardín olvidado, de Luis Bagué Quílez
(Palafrugell, 1978), es una obra madura y fue galardonada en 2007 con el XXII
premio de poesía Hiperión, junto a Cara
máscara, de Álvaro Tato.
Nuestra vida, en efecto, es siempre una especie de
buhonería sentimental, un catálogo de grandes y pequeñas emociones que nos van
conformando y nos marcan: las personas con las que tenemos la suerte o la
desgracia de coincidir, los lugares mágicos o tenebrosos que visitamos, las
casas que nos acogen, las acciones que nos es dado ejecutar. En suma, una
batahola de seres y objetos que giran a nuestro alrededor, y que sólo los ojos
de un poeta saben captar de forma plena y trasvasar al papel sin que por el camino
se pierda un ápice de emoción o de verdad.
Luis Bagué, a pesar de su juventud, pertenece a la
órbita de quienes miran con esos ojos especiales, pues dan un barniz lírico y
extasiado a su contemplación. Sus pupilas se detienen en su entorno doméstico (la
biblioteca, el álbum de fotos, las paredes de su habitación), pero también en
los contornos de “la pequeña ciudad donde crecí” (los olmos, las campanas, los
jardines, una feria de antigüedades). Y en todas esas fuentes busca la gota de
oro, la melancolía y la destilación poética. En ocasiones, acude al
culturalismo (esos poemas donde se inspira en dramas de Shakespeare, en poemas
de Edgar Allan Poe o en canciones de Bob Dylan; o la grata imagen donde nos
habla de “aquel Van Gogh azul que llaman cielo”, p.20); otras veces roza la
filosofía o el aforismo, como cuando dice que “después de haber soñado el
paraíso / ya no sirven los sueños”, p.34; o nos regala definiciones tan
contundentes como atinadas, que dejan al lector con el ánimo suspenso y los
ojos perdidos en el vacío (indica que las agujas del reloj son “burócratas
terribles del destino”, p.52).
Luis Bagué, quien ya había cosechado antes de este
libro algunos galardones de prestigio en el mundo de la poesía, como los
premios Antonio Carvajal, el Ojo Crítico de RNE o el Joaquín Benito de Lucas,
se afianzó con Un jardín olvidado
como una de las voces más interesantes y sólidas del panorama lírico español.
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