Cuando comencé mi etapa como lector de libros, allá
por el Pleistoceno medio, tenía la inmensa suerte de encontrar una maravilla (o
lo que entonces, candoroso o bienintencionado, consideraba una maravilla) cada
pocas semanas. Descubría con alborozo a este poeta, a ese novelista, a aquel
dramaturgo, y la dicha (una dicha de ojos brillantes y corazón acelerado) me
embriagaba. Con el paso de los años (a todos nos ocurre), me fui volviendo más
exigente e ingresé en la cofradía de los bahistas
(de bah, como dijo el maestro de
gramática Pepe Perona), de la que sólo me sacan ahora algunos autores eternos
(Shakespeare) o aquellos que han sido elegidos lentamente después de muchas
lecturas jamás decepcionantes (Muñoz Molina, Neruda, Cortázar, Borges).
Ahora he conocido a un narrador que me ha dejado un
excelente sabor de boca, y en el que volveré a detenerme: Luisgé Martín. Y he
saboreado su libro de cuentos El alma del
erizo, nueve narraciones de impecable factura donde se exploran las
ramificaciones y nieblas del comportamiento humano (“Bertrand Romaild”), la
capacidad que tiene el azar para reunir vidas alejadas y otorgarles una pátina
de sorpresa (“El álbum de fotografías”), la literalidad humorísticas o terrible
de una hipérbole (“El perdón de las ofensas”), los meandros atribulados que ha
de acometer un pedófilo candoroso (“Los amores del rey Baltasar”), el horror
infinito que cabe en un experimento pedagógico (“La belleza de los monstruos”),
la acrimonia y los excesos de un amor peculiar entre un norteamericano y un
hispano que entra ilegalmente en su país (“Otro hombre”), la ceremonia
agridulce de una venganza larguísima (“La muerte del General”) o el sacerdocio
artístico al que una mujer se consagra durante toda su vida (“Las obras de
arte”)... Pero entre todas las historias que el volumen contiene a mí me ha
cautivado de forma especial “Toda una vida”, auténtica novela corta en la que
una mujer, Adela, tras abandonar a su pretendiente Alejandro Molina sin un
motivo realmente justificado, contrae matrimonio con otro hombre (el ingeniero
Ricardo Bergara) y se obsesiona con las cartas que, durante años y años, va
recibiendo de su antiguo novio, que ahora vive rodeado por el éxito en los
Estados Unidos.
Hacía mucho tiempo que no encontraba una voz tan
especial como la de Luisgé Martín, una narrativa tan acorde con mis gustos y
unos argumentos que me resultaran tan seductores como los que plantea en El alma del erizo. Por eso sé que
acabaré leyendo más obras suyas. Y no pasará mucho tiempo.
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