domingo, 23 de agosto de 2015

El lago de los botes



Edgardo Dobry es un argentino nacido en 1962 al que se conoce en su país por algunos poemarios (como Tardes de cristal o el posterior Cinética), que ha traducido con buen éxito de críticas a lord Byron o Robert Browning y que luego se fue a vivir a Barcelona, viendo cómo sus composiciones comenzaban a ser más conocidas en España (el volumen Cinética se volvió a editar en Madrid en 2004) y ejerciendo como comentarista en revistas culturales a ambos lados del Atlántico.
El sello editorial Lumen, que suele apostar por autores exquisitos, nos ofrece su obra El lago de los botes, un tomo que contiene poemas de melancolía porteña y que incide en viejas y domésticas cosas perdidas: las polvorientas fotos colgadas en la pared, las disputas familiares que el tiempo vació de sentido o los paisajes felices (y ahora distantes) de la infancia. Y los va mezclando con poemas que transcurren en la Barcelona contemporánea, logrando así un equilibrio hispano-argentino que produce enérgicas vibraciones poéticas.
En este volumen encontramos textos de largo recorrido, como el titulado “Correspondencia”, donde el escritor desgrana amplias zonas de su mundo juvenil, recordado ahora a miles de kilómetros de distancia (física y emocional). O curiosos experimentos que rozan la narratividad, como ocurre con “Fotógrafos en el monasterio”, que ni siquiera llegamos a ver concluido. O historias tan tiernas y autobiográficas como la que cobija “La cuestión del chocolate”, donde el escritor comparte protagonismo con su hijo pequeño, mientras aguardan un autobús que no termina de llegar. O introspecciones como la que nos desgrana en “Historia de un bar mitzvá”, donde nos cuenta cómo en su adolescencia no cumplió con este rito hebreo (y las causas de dicha infracción). ¿Y qué, sino sorpresas y aventuras poéticas, se pueden esperar en textos que llevan por títulos “Recuerdo de la ausencia”, “Poema que dura un cigarrillo” o “Preguntas a Rilke en moto”?

Edgardo Dobry es, por lo que de este trabajo puede deducirse, poeta que demuestra una extraordinaria habilidad para encontrar imágenes que sorprendan a los lectores. Y así nos hablará a veces de unas chimeneas que, por inversión significativa y visual, parecen “colgadas de un humo inmóvil” (p.33); o nos trazará, con apenas cinco palabras, el retrato melancólico de un señor que “fuma para envolverse en humo” (p.53). Estamos sin duda ante un gran poeta, al que no conviene dejar en el infierno del desdén. Ni siquiera en el limbo de las minorías.

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