Edgardo Dobry es un argentino nacido en 1962 al que
se conoce en su país por algunos poemarios (como Tardes de cristal o el posterior Cinética), que ha traducido con buen éxito de críticas a lord Byron
o Robert Browning y que luego se fue a vivir a Barcelona, viendo cómo sus
composiciones comenzaban a ser más conocidas en España (el volumen Cinética se volvió a editar en Madrid en
2004) y ejerciendo como comentarista en revistas culturales a ambos lados del
Atlántico.
El sello editorial Lumen, que suele apostar por
autores exquisitos, nos ofrece su obra El
lago de los botes, un tomo que contiene poemas de melancolía porteña y que
incide en viejas y domésticas cosas perdidas: las polvorientas fotos colgadas
en la pared, las disputas familiares que el tiempo vació de sentido o los
paisajes felices (y ahora distantes) de la infancia. Y los va mezclando con
poemas que transcurren en la
Barcelona contemporánea, logrando así un equilibrio
hispano-argentino que produce enérgicas vibraciones poéticas.
En este volumen encontramos textos de largo
recorrido, como el titulado “Correspondencia”, donde el escritor desgrana
amplias zonas de su mundo juvenil, recordado ahora a miles de kilómetros de
distancia (física y emocional). O curiosos experimentos que rozan la narratividad,
como ocurre con “Fotógrafos en el monasterio”, que ni siquiera llegamos a ver
concluido. O historias tan tiernas y autobiográficas como la que cobija “La
cuestión del chocolate”, donde el escritor comparte protagonismo con su hijo
pequeño, mientras aguardan un autobús que no termina de llegar. O
introspecciones como la que nos desgrana en “Historia de un bar mitzvá”, donde
nos cuenta cómo en su adolescencia no cumplió con este rito hebreo (y las
causas de dicha infracción). ¿Y qué, sino sorpresas y aventuras poéticas, se
pueden esperar en textos que llevan por títulos “Recuerdo de la ausencia”,
“Poema que dura un cigarrillo” o “Preguntas a Rilke en moto”?
Edgardo Dobry es, por lo que de este trabajo puede
deducirse, poeta que demuestra una extraordinaria habilidad para encontrar
imágenes que sorprendan a los lectores. Y así nos hablará a veces de unas
chimeneas que, por inversión significativa y visual, parecen “colgadas de un
humo inmóvil” (p.33); o nos trazará, con apenas cinco palabras, el retrato melancólico
de un señor que “fuma para envolverse en humo” (p.53). Estamos sin duda ante un
gran poeta, al que no conviene dejar en el infierno del desdén. Ni siquiera en
el limbo de las minorías.
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