Escribir un libro donde se repasen las profecías
que han tratado de sembrar el miedo entre los seres humanos desde el comienzo
de los tiempos, y hacerlo además con gracia, objetividad, espíritu crítico y
buen humor, no está al alcance de cualquiera. El periodista y escritor
menorquín Pedro Palao Pons lo logra en su volumen El fin del mundo, publicado por el sello Zenith, donde nos invita a
acompañarlo en un vertiginoso recorrido que nos transporta por las principales
culturas de la Historia
(los mayas, los incas, los musulmanes, el cristianismo, la clasicidad
grecolatina, etc), y donde, al fin, nos deja asombrados de datos, perplejos de
lectura y enriquecidos de interrogaciones. Y está bien que sea así, y es
razonable. El autor, con altas dosis de sentido común, nos dice que “este libro
es un largo viaje a través de visiones, percepciones y personajes cuyas
afirmaciones, siniestras o no, como poco nos dan que pensar” (p.15). En efecto,
el ser humano es el animal que alza el dedo y se mira en los espejos formulándose
preguntas. Ahí radica su esencia. En conocer el pasado, transitar por el
presente y sentir la impronunciable tentación de adivinar lo que el futuro le
depara. Por ello, Pedro Palao revisa los intentos de algunos seres humanos por
pintar (normalmente con colores tétricos y pinceladas bruscas) los avatares que
el porvenir nos reserva: las visiones tremebundas de Juan (reunidas en el
Apocalipsis); el vaticinio maya acerca del año 2012; las enigmáticas cuartetas
de Nostradamus; las elucubraciones acerca de un supuesto planeta gigante (al
que se conoce como Marduk o Hercóbulus), que al parecer pronto llegará a
colidir con el nuestro; los desvaríos de san Clemente o de Rasputín; la famosa
lista de papas de san Malaquías, próxima a su fin; las extrañas visiones de los
indios hopi; o los “signos” más recientes, como la estación orbital MIR o el
atentado del 11-S en la ciudad de Nueva York.
Todo es analizado, desmenuzado y pasado por el
tamiz de la inteligencia del autor del libro, que manifiesta sin ambages que su
objetivo no es deslumbrar a los lectores, sino intentar en la medida de lo
posible “saber qué podemos aprender de las profecías” (p.148). Y no sólo eso,
sino que invita a cada uno de esos hipotéticos lectores “a que comparta conmigo
el descreimiento, la falta de obsesión, la perspectiva” (p.221), porque
únicamente de esa manera se ingresa en el análisis serio de las profecías y de
sus posibles verdades ocultas.
No estamos, pues, ante un libro mendaz, oportunista
o pirotécnico, sino ante la obra mesurada de un buen conocedor de la materia,
que ha documentado y medido cada una de sus afirmaciones para rendir pleitesía
solamente a la verdad. O a la apariencia de verdad. Y esto, tan infrecuente, es
digno de elogio.
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