Para conocer bien un paisaje no basta con mirar un
solo árbol, una sola montaña o una sola flor: hay que dirigir la vista a
múltiples lugares, recrearse en todos los rincones que nos ofrece y,
finalmente, decidir lo que opinamos sobre el mismo. Igual ocurre con la
literatura de un país. El prestigioso sello Galaxia Gutenberg-Círculo de
Lectores editó hace seis años (2008) la enorme antología Conversación con la intemperie, preparada por Gustavo Guerrero, con
el sano propósito de que conozcamos mejor la poesía venezolana. Y lo hace con
un muy agradable paseo que incluye a autores vivos y muertos, clásicos y
renovadores, que completan una escrupulosa panorámica de la lírica de Venezuela
en el siglo XX.
En este muestreo encontramos por ejemplo a José
Antonio Ramos Sucre (1890-1930), poeta de sensibilidad exacerbada (“El mundo
lastima cruelmente mis sentidos y la vida me aflige”, p.33), que utiliza un
amplio léxico luminoso y que recurre a la autoafirmación constante (repite
centenares de veces el pronombre “yo” en sus composiciones); a Vicente Gerbasi
(1913-1992), letánico y rotundo, con sus largos poemas de respiración épica,
sus invocaciones a la niñez (“Te amo, infancia, te amo”, p.151) y el
adelgazamiento de sus versos en la senectud; a Juan Sánchez Peláez (1922-2003),
al que Álvaro Mutis definió en su día como “el secreto mejor guardado de
América Latina”, y que maneja un ritmo sincopado en buena parte de sus
composiciones, dotándolas de un ritmo febril; a Rafael Cadenas (nacido en
1930), autor de volúmenes tan deliciosos como Una isla, de versos de plástica belleza insinuante (“Orgía vegetal.
Una mujer desnuda se acuesta bajo la lluvia”, p.349) y de reflexiones de
espesor filosófico (“La palabra no es el sitio del resplandor, pero insistimos,
insistimos, nadie sabe por qué”, p.354); a Guillermo Sucre (1933), gran
estudioso de la obra lírica de Borges y que se propone “escribir algo
torrentoso y deslumbrante” (p.419), aunque sabe que “cada palabra desplaza a
otra que nunca logramos decir” (p.477); y, por fin, a Eugenio Montejo (1938),
al que Gustavo Guerrero define en el prólogo con el atinado rótulo de “orfebre
de las emociones” (p.27), y que busca su fuente de inspiración en lugares tan
variados como su propia vida (la muerte de su hermano Ricardo), la mitología
(Orfeo), los paisajes urbanos (Caracas) o el mundo cultural (Pessoa), y que
llega en sus penúltimos poemas a un telurismo sorprendente (“Alguna vez
escribiré con piedras, / midiendo cada una de mis frases / por su peso,
volumen, movimiento. / Estoy cansado de palabras”, p.564).
En suma, un manual cuidadosamente preparado para que, desde este lado del océano, refresquemos o descubramos la maravillosa
poesía venezolana del siglo XX. Una bellísima propuesta.
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