Lo dice el propio Antonio Muñoz Molina en la página
453 de la novela: «La literatura es querer habitar en la mente de otro, como un
intruso en una casa cerrada, ver el mundo con sus ojos, desde el interior de
esas ventanas en las que no parece que se asome nunca nadie. Es imposible pero
uno no renuncia a esa fantasmagoría». En ocasiones, la literatura es también el
reino del azar, de las conexiones inesperadas, secretas o reveladoras, un
universo de chispazos que se entrecruzan para formar dibujos que sólo desde una
larga distancia seremos capaces de interpretar convenientemente.
En el mes de enero de 1987, un funcionario del
ayuntamiento de Úbeda aficionado a la escritura visitó Lisboa para documentar
los detalles de una novela que, concebida originalmente con el título de El invierno en Florencia, terminaría por
ambientarse en la capital portuguesa. Su nombre era Antonio Muñoz Molina.
Estaba casado y tenía dos hijos. Comenzaba a descubrir que su vida y su trabajo
no le complacían. Las jornadas que estuvo solo en Lisboa le sirvieron para
respirar una libertad que sus pulmones pronto le reclamarían con carácter
definitivo. Años después, convertido ya en un autor consagrado y de éxito
internacional, el jienense descubrió con estupor que James Earl Ray pasó
también diez días en Lisboa mientras esperaba conseguir un visado que lo llevase
hasta Angola. Para muchos, el nombre de este oscuro norteamericano no significa
gran cosa, salvo que añadamos a continuación el nombre de la persona a quien
asesinó de un disparo, en abril de 1968: Martin Luther King.
Durante más de 500 páginas, Antonio Muñoz Molina
nos va contando en este volumen, editado por Seix Barral, dos historias de
forma alterna: de un lado, los pormenores biográficos y sobre todo psicológicos
del magnicida de Illinois, cuyo deambular persigue y documenta por varios
países; de otro lado, su propio camino como escritor, que comenzó a llenarse de
éxitos precisamente con la publicación de su novela El invierno en Lisboa, y que pronto se iría completando con el
abandono de su trabajo burocrático, el alejamiento de la bebida, la separación
de su primera mujer y otros avatares.
Pero lo importante, como casi siempre en los libros
de Muñoz Molina (y de todos los buenos escritores), no es lo que cuenta, sino
el modo magistral, hipnótico, en que lo cuenta. En Como la sombra que se va hallamos una prosa silenciosamente
perfecta, que nos transporta como lo haría un tornado: alzándonos del suelo y
rodeándonos de miles de detalles con los que, como en un singular
caleidoscopio, tenemos que reconstruir la historia. Lados conocidos de James
Earl Ray; lados oscuros; lados conjeturales... Todo se aúna para embriagarnos y
para situarnos en los Estados Unidos de 1968, donde el reverendo Martin Luther
King vivió su particular Gólgota (admirable resulta, dentro de la novela, el
capítulo 25, que centra el foco narrativo en sus miedos, su fortaleza, sus
dudas, sus contradicciones, su amor por Georgia Davis). Y, por supuesto, siguen
apareciendo esos adjetivos maravillosos, que Antonio Muñoz Molina desliza con
una elegancia incomparable: “La lupa exigente
del recuerdo”, “Todo el mundo aguardaba con una paciencia inerte”... ¿Que su prosa espiral y digresiva convierte la novela en
un artefacto moroso, y que de esa manera se demora, se ralentiza la acción? Sin
duda. Pero quién en su sano juicio busca acción en una novela de Muñoz Molina.
Se busca la brillantez, el fulgor, la sorpresa, el estilo. Y de eso hay a
raudales en Como la sombra que se va.
«Ni un solo día en mi vida me he sentado a escribir
sin una sensación abrumadora de imposibilidad y desánimo», explica el novelista
en la página 259. Por suerte para los lectores, su tesón siempre ha tenido más
fuerza que sus vacilaciones. Y eso nos permite seguir disfrutando a este futuro
premio Nobel de Literatura.
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