Somos
náufragos que lloran, animales perdidos en la selva, naipes erosionados por el
viento. La joven señora Armitage lo va a ir descubriendo poco a poco, con
nitidez y certidumbre de navajazo. Su vida es tan peculiar como
insatisfactoria: en su infancia se enamoró primero de su tío Ted y más tarde
del hijo del clérigo local; su amiga Ireen resultaba tan coqueta que se atrevió
incluso a mostrarse melosa con su padre; y ella misma, cuando todavía no ha
llegado a los dieciséis años y se siente especialmente sola, llama una tarde
por teléfono al señor Simpkin (un hombre bajito, grueso y alopécico, amigo de
su padre) y se cita con él para ser besada y manoseada a las afueras del
pueblo, en un lugar llamado Sam’s Lane. Más tarde, la muchacha iniciará su
particular odisea genésica, que la llevará a tener hijos compulsivamente con
varios hombres, hasta que estabiliza su vida (o eso cree) junto a Jake, un
guionista de cine que goza de poco éxito. Mrs. Armitage tiene muy claro cuál es
su máximo objetivo (“Quiero encontrar el modo de ser feliz, sea cual sea”),
pero ignora por qué senderos se llega a ese presunto estadio de felicidad.
Cuando las
tornas profesionales cambian y la fortuna comienza a sonreír a Jake Armitage,
la vida del matrimonio empezará a sufrir las terribles erosiones de la
infidelidad. Un día, después de abrir en un instante de flaqueza y de
aburrimiento una carta dirigida a su marido, descubre que éste se ha estado acostando
en su propia casa con una muchacha llamada Philpot; y que actualmente lo hace en
un hotel con Beth Conway, esposa de su amigo Bob. Y el mundo, de un modo
súbito, inevitable y cruel, se tambaleará ante sus ojos. Ya no sabe en qué
creer. Ya no sabe qué sentir. Ya no sabe dónde encontrar la paz o en qué
refugio cobijarse. La torre que edificaron con el dinero derivado del éxito le
sirve ahora para esconderse del mundo y de sí misma, en una ceremonia que tiene
más de tregua que de solución. Ni siquiera su exmarido Giles (que la acoge en
su casa durante unos días y que la escucha con paciencia y con amor) puede
servirle para encontrar las respuestas que tanto necesita. En esa búsqueda
llena de lágrimas, la señora Armitage está sola y lo sabe, lo que no resta ni
un ápice de dolor a su estado. “No se aprende nada (deduce entre las páginas
179 y 180) lastimando a los demás; sólo aprendes cuando te lastiman a ti”.
Dueña de un
estilo sorprendente, lírico y engarzado sobre frases cortas, la galesa Penelope
Mortimer trasvasa a esta novela con gran amargura algunas experiencias
personales que sin duda la marcaron profundamente (fue madre de seis hijos con
cuatro esposos distintos; asistió a un psicoanalista para intentar resolver sus
problemas; se esterilizó, sin saber que su marido tenía una amante, a la que
terminó dejando embarazada; acarició la idea del suicidio). Y sorprende que
tuviera fuerzas para enajenarse de un modo tan eficaz y literario. De hecho,
las imágenes que pueblan la novela exhiben un vigor inaudito: nos dice nuestra
narradora que se siente pequeña y perdida “como un pedazo de algodón atrapado
en una rama, un fragmento de porcelana en la hierba”; o nos explica que tras
descolgar el teléfono “el auricular yacía como un feto deforme sobre la mesa”;
o desliza sentencias que sólo una mujer podría escribir sin recibir más tarde
una descarga de fusilería, y que serían impronunciables con los términos
cambiados (“Un hombre tiene que estar borracho o loco o desequilibrado por el
talento para comportarse como una mujer”).
Esta obra,
traducida por Magdalena Palmer para el sello Impedimenta, que dirige con
sabiduría Enrique Redel, constituye un documento impagable sobre la condición
humana, sobre el desconcierto que nos sobrecoge cuando nos descubrimos
traicionados y sobre los dolores que se llevan escondidos para siempre en el
corazón.
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