El único tema que siempre me ha gustado en poesía
es el que habla del paso del tiempo, y su repercusión sobre el espíritu de la
persona que escribe. Los demás (el amor, la muerte, la amistad, el compromiso
político, etc) me han llamado la atención durante un tiempo y luego me he
distanciado de sus cauces, unas veces de forma suave y otras de manera abrupta.
Quizá por eso me ha gustado tanto el volumen Reversos, de Diego Reche, que es un hermoso libro con el que su
autor obtuvo el premio andaluz de poesía Villa de Peligros en el año 2012.
Me han gustado los poemas rimados del tomo (“La
casa”, “Cines de domingo” o “El unicornio azul”, donde rinde un homenaje a
Silvio Rodríguez) y me han gustado también aquellos en los cuales la rima la
pone la añoranza, la tristeza, la melancolía por el paso de los años. Por
ejemplo, aquel conjunto de versos en los que se detiene en una fotografía, que
es siempre un “instante fugaz / que se salva del óxido del tiempo”. Diego Reche
siente las fotografías como cuajarones de tiempo, como minutos fosilizados en
papel, como trozos de vida que uno agarrase entre las manos y se negase a
soltar, para que el tiempo no los marchite o aniquile. Y por eso las contempla
con tanto fervor y con tanto respeto. Ahí está para demostrarlo la hermosa
“Fotografía del diván”, donde nos explica que los personajes que aparecen en
ella (sus padres) se han ido consumiendo con el paso de los años, pero que el
diván, polvoriento y ajado, aún existe, mostrando de forma fehaciente que casi
siempre nos sobreviven los objetos que nos rodean y acompañan.
El tiempo, también, puede sumirnos en una ceremonia
cíclica, como la que nos resume en “Imagen del padre ausente”: cuando él era
niño observaba a su padre mirando y retocando fotos durante la tarde de los
domingos, y le asombraba su actitud; ahora, él emplea esas mismas tardes en
mirar y retocar versos, y quizá sus hijos experimenten sensaciones parecidas a
las que él protagonizó.
Pero no se agota el poemario en estas
consideraciones, sino que también emplea un buen número de versos en hablarnos
de su condición de profesor alejado de su esposa durante las jornadas laborales
o convirtiéndola en protagonista de sus explicaciones poéticas en el aula. En
ese sentido, me han parecido deliciosos los diez versos con los que cierra el
libro, y que quiero utilizar también para cerrar este comentario, a la vez que
recomiendo su lectura: “Te llamas Melibea / en el primer trimestre; / Beatriz,
Lisi, Julieta, / Elisa o Galatea en el segundo; / en el tercero Laura, / doña
Inés o Leonor. / Mis alumnos no saben / que tienes tantos nombres, / y tú,
pensando, mientras, / que te llamas María”.
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