martes, 31 de diciembre de 2024

Tipos duros

 


Creo que no pueden ustedes ni imaginarse lo que van a encontrar si deciden leer el libro Tipos duros, de Andrés Ortiz Tafur. Y quiero que mis primeras palabras sean entendidas como las he escrito: literalmente. No pueden ni imaginárselo. Hay tal cantidad de situaciones inusuales, tal cantidad de personajes variopintos, tal cantidad de argumentos asombrosos, que irán ustedes, como en el juego de la oca, saltando de perplejidad en perplejidad. Y esa característica del volumen no es muy común, porque los lectores, por regla general, estamos ya vacunados contra todo tipo de sorpresas. Pero, oigan, el autor lo consigue. No me pregunten cómo, pero lo consigue: un hombre que, tras ser abandonado por su esposa, se queda durante años observando con laxitud cómo pierde agua un grifo de su vivienda; un embarazo que, a su término, no entrega un niño, sino una historia delirante que se prolonga durante décadas; un Dios libidinoso, que toma la forma de un negro para conseguir hacer el amor con una mujer de hermosos pechos; un hombre que decide cuidarse para sobrevivir a su mujer e hijos; un esposo obsesionado con haber perdido sus testículos, lo que erosiona su vida matrimonial, laboral y social; un padre protector, que se convierte en guardián extremo de su hija adolescente; el antiguo terrorista con pasamontañas que ahora pide limosna en una calle de la ciudad; el joven que toma la decisión anonadante de vender su único riñón… No, permítanme que no les avance más diapositivas. Deben ser ustedes quienes se sumerjan en las páginas de este tomo para descubrir las que faltan, que no resultan menos chocantes que las citadas.

Andrés Ortiz Tafur nos traslada unas historias atípicas, en las que descubrimos perfiles humanos (dolores, soledades, tragedias, fracasos) que estremecen. Historias donde la persona que está leyendo tiene que mantener los sentidos alerta, porque cada matiz, cada palabra, cada gesto de los personajes cuenta y contribuye a tejer la telaraña de los relatos, fabricando un dibujo que exige nuestra interpretación, nuestra participación activa. Es de verdad una obra muy interesante: búsquenla.

domingo, 29 de diciembre de 2024

Tormenta de nieve y aroma de almendras

 


Su nombre estaba por ahí, rondándome. Las cubiertas de sus libros, también. Pero me faltaba dar el paso: leer alguno de ellos. Decía Dámaso Alonso que el último salto siempre es intuitivo: aceptaremos (adaptada) la sentencia. El último salto también es azaroso. A veces, tardamos años en darlo; a veces, no lo hacemos nunca. No por alguna razón especial, sino porque sí. Con la sueca Camilla Läckberg he optado por darlo, y el resultado me ha dejado muy satisfecho: creo que es una narradora magnífica. Para entrar en su territorio de un modo cómodo opté por los relatos contenidos en el volumen Tormenta de nieve y aroma de almendras, traducidos por tres personas distintas: Marta Armengol (“Tormenta de nieve y aroma de almendras”), Carmen Montes (“Un día de perros”, “Una muerte elegante” y “Soñar con Elisabeth”) y Mar Vidal (“El Café de las Viudas”).

En esos cuentos me he topado con todo tipo de alicientes: viejos millonarios que mueren por ingesta de cianuro y que son introducidos en una cámara frigorífica para mantener el cuerpo en buenas condiciones mientras amaina una feroz nevada; herederos caprichosos que, como buitres, dan saltitos nauseabundos alrededor de quien posee la fortuna que puede aliviar o solucionar sus problemas económicos; adolescentes que se refugian en la comida para olvidarse de un padre maltratador, que golpea con saña a su esposa; mujeres que utilizan sus saberes químicos para ayudar a otras mujeres, sofocadas por relaciones tóxicas; dueñas de boutiques que son asesinadas por la persona menos esperada; o damas que, inquietas por el modo en que murió la primera mujer de su marido, temen por su integridad durante una terrible tormenta marítima.

Pero si tuviera que quedarme con dos elementos claves en estas narraciones, yo elegiría sin duda su magistral control del relato (Läckberg cuenta muy bien, sin estridencias, con elevada eficacia y capacidad de seducción) y el humor (que está presente, aunque parezca paradójico, en algunas de las mejores páginas de estos cuentos policíacos).

Tengo clarísimo que no será mi última aventura lectora con ella.

viernes, 27 de diciembre de 2024

El viaje de Orfeo


 

Dafne es una niña muy especial. Pertenece a una familia con bastante dinero (el padre falleció de cáncer, pero la madre es una importante investigadora) y vive rodeada de todo tipo de comodidades: ha asistido a clases de natación, toca el piano, su perro Orfeo la acompaña a todas partes… Pero la acechan dos grandes problemas: el primero se llama Berta, y es una compañera de clase que la ha convertido en objetivo de sus burlas; el segundo se llama discapacidad. Porque Dafne es ciega. Así que el día en que varias personas se abalanzan sobre ella en un lugar público y la meten a empellones en una furgoneta, golpeando antes a Orfeo, el mundo se pone patas arriba. ¿Qué puede hacer una niña ciega de trece años, zarandeada por las curvas del trayecto, entumecida por los golpes contra el vehículo, recluida después en una casa de las afueras, sin forma de pedir auxilio?

De esa manera tan adrenalínica y tan angustiosa comienza la novela juvenil El viaje de Orfeo, compuesta por Sofía Rhei y Félix J. Palma y publicada por el sello Edebé en septiembre de 2024. Y tiene todos los ingredientes para encandilar a sus lectores, empezando por su misma estructura: los capítulos impares están narrados por la voz de Dafne y los capítulos pares por la de su perro Orfeo. De esa manera, ágil y curiosa, vamos recibiendo toda la información: desde los nombres y temperamentos de los secuestradores (la virulenta doña Remedios, su timorato hijo Jorge, su atribulado nieto Manuel) hasta la asombrosa identidad de quienes han diseñado los mecanismos de la extorsión. De asombro en asombro, los lectores vamos asistiendo a persecuciones, golpes, amenazas, incendios, disparos e, incluso, alguna truculenta mutilación, creándose una atmósfera narrativa tan compacta, tan eficaz, tan musculosa, que resulta imposible abandonar la historia hasta su última página.

Quienes tengan un perro sentirán un deseo irrefrenable de abrazarlo mientras lean (y, sobre todo, cuando terminen) el relato; y quienes no lo tengan sentirán, se lo aseguro, un deseo igual de irrefrenable de incorporar uno a su casa. También sentirán (en mi caso, no es ninguna sorpresa) el deseo de seguir leyendo a estos dos magníficos escritores. Para lo primero, acudan a cualquier hogar de perros abandonados; para lo segundo, a su librería de confianza.

miércoles, 25 de diciembre de 2024

El cazador de instantes

 


Hacía muchos años que no encontraba en un libro una mostración tan exacta de lo que los clásicos llamaban locus amoenus, es decir, un lugar idílico donde todo permanece o fluye en armonía: hombres, animales, paisajes, costumbres, ideas, actos y ritos. Y he aquí que la novela El cazador de instantes, del ciezano Jesús Núñez Perea, me ha deparado esa feliz experiencia. En sus páginas, con eficacia admirable (y con gran elegancia formal), el escritor nos embarga con la sugestión de que estamos viviendo en la Siyâsa de la Edad Media, de la mano de tres bellos personajes: el sabio Akil, médico sanador que conoce los secretos de las hierbas y de otras fuentes de curación naturales; su hermano Samir, que ha elegido vivir en la soledad de una cueva (un “agujero libertario”, se la llama en la página 237) y al que se define como ”profeta del instante” y como “sultán inconformista del presente” (p.161); y el pequeño Abdara, nieto de Akil, un chico despierto, juguetón y con muchas ganas de aprender. Por supuesto, alrededor de esta tríada de personajes, aletea todo un buen número de figuras interesantes (el arráez, la guardiana Fadua, la hermosa Amina, el arquero Hamza, el sabio y enigmático Bashir…), que conforman un cosmos donde la concordia y el equilibrio imperan. Un magnífico ejemplo (uno entre tantos) nos lo proporciona el placer que todos obtienen de la comida sencilla (higos, peces, almendras, infusiones), que revela la placidez complacida y grata de sus existencias, convertidas en perfectos ejemplos del latino carpe diem (“El cazador de instantes goza de la existencia; sabe que el paraíso se encuentra en la tierra que pisa”, p.165). Estos cazadores son “hombres terrenales: sin dogmas” (p.239), que saborean la vida y degustan con placidez su paso por la tierra, sin que el fanatismo o el odio los perturben.

Pero todos los paraísos corren siempre el peligro de ser cercados, pues los seres humanos más dañinos son siempre aquellos “que se proclaman legítimos y únicos intérpretes del Creador” (p.142). Y nuestros protagonistas pronto descubren con tristeza que “el fervor asfixiante de las hogueras de la intolerancia podía olerse, la sombra pegajosa de los miserables estaba cerca” (p.143). Esa amenaza se concreta en la figura de tres jinetes que vociferan anatemas contra quienes se aparten de la “auténtica” fe; y, qué casualidad, empiezan a producirse desgracias en el plácido mundo de Siyâsa: animales que mueren cuando beben agua del río, odios lanzados por boca de unos jinetes oscuros, personas bondadosas que deben salir de la ciudad para no ver truncadas sus vidas… Permítanme que no sea aguafiestas y que no les cuente más del “argumento”. De todos modos, son otras las virtudes capitales de esta novela magnífica.

Caminando en silencio junto a los protagonistas, descubrimos profundas y sabias reflexiones sobre la existencia, sobre el pasado, sobre la fe religiosa, sobre las mujeres maltratadas, sobre los vericuetos indescifrables del Destino. En realidad, durante buenas porciones del relato he tenido la sensación (y lo digo con elogio) de hallarme, más que ante una novela, ante una excepcional lección de vida, ante un compendio de sabiduría y equilibrio. Porque este volumen, aparte de sus virtudes literarias (que las tiene, y muchas), es también la obra de un pensador, de alguien que ha meditado sobre el sentido de las cosas, de un filósofo. Podría ponerles un centenar de ejemplos, espigando citas a lo largo del volumen, pero me limitaré a ofrecerles un simple racimo: “La vida se mide en tinajas de amor recibido o dado” (p.40). “El tiempo solo pasa, a nadie pone en su lugar” (p.93). “Gozar con los pequeños y grandes logros ajenos, tanto o más que con los propios, ofrece a los generosos múltiples opciones de felicidad” (p.95). “La intransigencia de la que hacen gala los mezquinos no se acaba nunca” (p.142). “¿Qué sería de la eternidad sin el instante marchito?” (p.169). “El corazón más dolorido no lo es por no recibir amor, sino por no repartirlo entre sus semejantes” (p.287). “El cuerpo pesa cuando va cargado de costumbres” (p.373). “Los que se atreven a cuestionar el discurso del odio, la sinrazón y la barbarie son hijos de la misma patria” (p.455). En sus manos (y en sus ojos lectores) dejo la búsqueda de las que faltan.

Por último, permítanme que abandone el análisis y que me deje llevar por mi alma de lector para decirles una última cosa: no sé cuántos ejemplares se llegarán a vender de El cazador de instantes; no sé tampoco la opinión que sobre esta novela formularán otros críticos; no sé qué destino le espera en el canon de nuestra literatura. Pero, para mí, es una auténtica obra maestra. No un buen libro: una obra maestra, una contundente, elegantísima y plena obra maestra, que me ha absorbido, cautivado y elevado durante sus casi quinientas páginas. Así quería decirlo.

martes, 24 de diciembre de 2024

Un pez que va por el jardín

 


Ignoro qué cosa pueda ser la poesía. Ignoro también si alguien lo sabe. Quizá no sea más (ni menos) que un efluvio tenue, inaprehensible que, cuando quiere, se manifiesta a través de las palabras de alguien. Por eso, de vez en cuando, acudo a libros de versos para intentar descubrir ese hálito en las páginas de personas distintas. Hoy he querido acercarme a José Corredor-Matheos. En concreto, a su delicado volumen Un pez que va por el jardín, lleno de poemas breves, alígeros, impregnados de un silencio oriental (si se me permite la fórmula). Allí, perros, gaviotas, pájaros, copos de nieve, cuadros de Miró o de Hopper o incluso calcetines que yacen en medio de la calle, son convocados para incorporarse a las líneas del poeta castellano y que dibujen figuras de aire y música.

“Escribes porque sí. / El ruido de la pluma / en el papel, / el rumor que va entrando / por la abierta ventana / y el silencio, / sobre todo el silencio, / te dictan lo que escribes”, anota, justo unas páginas antes de susurrarnos que solamente habría que escribir en otoño. Continuamente, sin que pueda explicar la razón de un modo objetivo, he experimentado la sensación de seguir al poeta por unos senderos estrechos, silentes, sabios, cubiertos de hojas secas. Y que los giros de su cabeza, las señales de sus manos y el ruido tenue de sus pisadas me iban enseñando cosas, revelando emociones, despertando asombros.

Ha sido muy especial.

domingo, 22 de diciembre de 2024

Esmeralda sin brillo

 


Cuando leí la última novela del ilicitano Andrés Guilló Javaloyes (https://rubencastillo.blogspot.com/2024/10/interior-dia.html) me dejó unas sensaciones tan agradables que, al caer en mis manos por cortesía del autor la que publicó en 2021 (Esmeralda sin brillo), no he tenido que pensármelo mucho para sumergirme en sus páginas. Y la fascinación lectora, para mi gozo, se repite: vuelvo a encontrarme con un buen constructor de historias, que mima el dibujo de sus personajes y que alcanza momentos gloriosos en los diálogos.

Déjenme que les presente a algunos de los protagonistas: observen primeramente a la bella Josefina Alarcón, que en las manos habilidosas del empresario Justo Ortega se convierte en la vedete Esmeralda Imperio e irrumpe en el mundo escénico de la década de los 50. Sencilla de alma, pero escultural de cuerpo, la joven tendrá que mantenerse serena en medio de odios (Dora Tomás) y adulaciones tentadoras (el marqués de Turia), aunque contará con el apoyo inequívoco de su madre y de Paquito (su modisto), además de entregarse sin reservas al amor arrebatado de Vicente (hijo de una familia de alcurnia, que no ve con buenos ojos su relación con la muchacha, por la moralidad “dudosa” de su oficio). Durante los siguientes años, Esmeralda no sólo recibirá aplausos, sino que también sufrirá traiciones, engaños, desdenes y durísimos golpes emocionales, que irán curtiendo su corazón. Y de pronto, en la cúspide de su fama, Vicente y ella son encontrados muertos en la bañera, con el gas inundando la casa. Todo apunta a un accidente o un suicidio, pero el inspector Manuel Sanchís no termina de quedar convencido con esa explicación. ¿Por qué habría de suicidarse una persona en pleno éxito amoroso y profesional? Reacio a aceptar esa respuesta, que se le antoja demasiado improbable, comienza sus investigaciones… hasta que desde las más altas instancias se le presiona para que abandone sus pesquisas y acepte la versión oficial. ¿Quién (y por qué) está moviendo los hilos para impedir que la verdad salga a la luz?

Andrés Guilló, moviéndose en varios planos temporales que van confluyendo al final de la novela, nos permite ir descubriendo todos los hilos de una telaraña terrible e inquietante, que absorbe y cautiva. Y lo hace además (vuelvo a insistir, porque me parece uno de sus logros narrativos capitales) mediante personajes densos, bien construidos, iluminados por virtudes y mancillados por flaquezas, que nos transmiten una poderosa sensación de verdad y de vida.

Hay que leerla.

viernes, 20 de diciembre de 2024

Un viaje frustrado

 


Creo que fue Azorín (si la memoria no me traiciona) quien dijo que muchas de las obras teatrales de Lope de Vega están “hechas maravillosamente de nada”. Lo dijo, es evidente, con elogio, queriendo poner de manifiesto la maestría verbal de un autor que, a base de palabras, consigue en quienes leen o escuchan sus obras la máxima atención. He recordado esa paradójica sentencia al leer Un viaje frustrado, de mi admiradísimo Josep Pla, porque creo que su mecanismo esencial obedece a un criterio idéntico: lo que el prosista de Palafrugell hace es, más o menos, lo mismo. Y también yo lo digo con elogio.

En síntesis, Pla nos cuenta cómo acompaña a su admirado Hermós (su nombre es Sebastià Puig) en su bote, para dirigirse con él a Francia, bordeando la costa catalana. Hermós es “un hombre singular, como pocos hay en este mundo” (p.26), con el que Pla afirma haberse tomado “cuatro o cinco mil sardinas fresquísimas” (p.28); y que despliega ideas de lo más sorprendente: está convencido de que la Tierra es plana, que a veces la luna se retrasa con respecto al horario previsto o que “las dos cosas más graciosas de este mundo son saber tocar la guitarra y hacer trabajar a los demás” (p.94). Todo ocurre en septiembre de 1918, cuando la Primera Guerra Mundial aún se encuentra activa y, por tanto, los asuntos relativos a las fronteras resultan arduos, sobre todo para quienes, como ellos, carecen de todo tipo de papeles.

¿Y qué ocurre durante ese viaje? Pues, desde el punto de vista novelístico, no ocurre absolutamente nada; pero ocurre la vida. Josep Pla se complace en contar qué vientos actúan sobre la embarcación, qué velocidad o empuje despliegan las olas, qué características presentan los paisajes marítimos y terrestres que van contemplando, cómo son los marineros o taberneros con quienes alternan durante esos días, a qué saben o cómo confeccionan los diversos alimentos que van tomando… Esa crónica minuciosa, pequeñita, conmovedoramente humana, es lo que deja en nuestros ojos esta narración, junto a algunas frases que conviene subrayar para no olvidarlas (“Tal vez lo más estúpido de la vida es la tendencia permanente a olvidar nuestra propia nulidad, nuestra indescriptible, intrínseca memez”. “La cultura es una forma enfermiza de la vida”).

En suma, un libro contemplativo y delicioso, donde se nos intenta transmitir la idea de que resulta absurdo confundir lo primario con lo pobre o la sencillez con la precariedad, tanto desde el punto de vista literario como desde el humano.

Para un hombre que se limitó a poner adjetivos después de los sustantivos (eso le dijo, socarrón, a Joaquín Soler Serrano en una entrevista célebre), no se puede decir que esté nada mal.

miércoles, 18 de diciembre de 2024

El peor ciego

 


Seguramente conocen ustedes la segunda parte de la fórmula “No hay peor ciego que…”, así que me ahorraré la impertinencia de recordársela. Lo que no me ahorraré será trasladarles el consejo (esto sí que sí) de que busquen la novela que, con motivo de esa fórmula, escribió Raúl Jiménez y que fue galardonada con el premio Sloper en 2019.

Déjenme que les sitúe un poco en sus páginas de arranque, aunque les aseguro que no les voy a desvelar nada trascendente… Imaginen que nos encontramos en una zona suburbial, junto a una cementera, donde todo son terraplenes, pobreza, niños que se saludan a pedradas y silencios rencorosos. Ahora reduzcamos el plano y entremos en una de las casas: allí viven cuatro chiquillos con su madre. El padre los abandonó hace tiempo y ella, derrumbada por su afición al alcohol y el sexo, protagoniza unos espectáculos bochornosos (quitarse ropa en público, por ejemplo), que la han convertido en foco de críticas o burlas. Un día, a causa de una broma chulesca de los zagales, se desencadena un conjunto de acontecimientos que termina alejando del pueblo a los dos mayores (Luis y el narrador de la historia), quienes han tomado la decisión de dirigirse hacia Almería para probar suerte en el mundo del cine, en alguna de aquellas películas del oeste que se rodaban allí. A partir de entonces, sus destinos trazarán el dibujo de una trenza: a veces, se anudan; a veces, divergen. Luis se convertirá en un perdedor canónico (drogas, mendicidad, alcohol, mentiras continuas), mientras que para su hermano todo adoptará otros colores (trabajo en un hotel, una pareja sorprendente, dinero).

Pero entonces surge la magia narrativa de Raúl Jiménez y, a base de pinceladas dispersas (que se intensifican en los capítulos finales), entrevemos otra posible interpretación para la novela, mucho menos complaciente, mucho más amarga. ¿Quién es, realmente, el peor ciego? ¿Quien se resigna o quien se miente? ¿Quien baja la cabeza o quien la alza con embustes consoladores? Les aseguro que van a sentir un nudo en el estómago cuando caminen por esas páginas finales.

Que sí, oigan, que este fabulador sabe lo que se hace y que despliega en El peor ciego un excelente muestrario de sus virtudes como novelista. Y que no se la pierdan.

lunes, 16 de diciembre de 2024

Quiero escribirte esta noche una carta de amor

 


Lo compruebo con felicidad y con gratitud: cada nuevo libro que leo de Ángeles Caso me gusta tanto o más que el anterior. Y eso me anima a suponer que iré buscándolos todos, para incorporarlos paulatinamente a este Librario íntimo. En esta ocasión, he disfrutado con las páginas de Quiero escribirte esta noche una carta de amor, donde la ensayista asturiana selecciona y comenta una enorme colección de misivas escritas por mujeres a lo largo de la Historia, siguiendo un patrón ameno y luminoso: en primer lugar, nos aporta una semblanza sobre la mujer protagonista, espléndidamente redactada, donde selecciona con exquisita sensibilidad los datos biográficos más pertinentes y los transforma en un texto que, alejado de cualquier estrechez “informativa”, se convierte en una pieza cálida, entrañable y humanísima; en segundo lugar, nos ofrece un riguroso ramillete de cartas, con anotaciones clarificadoras, que nos sitúan en el contexto en el que fueron escritas. El resultado es que saboreas una decena de páginas y tienes la sensación de haber absorbido la información (y no exagero) de toda una enciclopedia, con la ventaja añadida de que el modo ha sido tan agradable (literariamente) como convincente (desde el punto de vista humano).

De esa manera, somos invitados a conocer la desdichada y frustrada historia de amor entre Abelardo y Eloísa (siglo XII), que fue castigada con la castración de él y, después, con la reclusión de ella en un centro religioso; el presunto amor que sintió la poderosa abadesa Hildegarda de Bingen por su monja predilecta, Richardis von Stade, aunque ignoramos si llegó a convertirse en un sentimiento carnal o mutuo; los interesantes amores cortesanos de Ninon de Lenclos, célebre mujer de la sociedad parisina del siglo XVII, que vivió con libertad hedonista en todos los ámbitos, incluido el sexual, y que a su muerte dejó una partida de dinero para que pudiese estudiar el hijo de su notario (al crecer, ese niño se convirtió en el famoso Voltaire); el encendido amor imposible que calcinó a Charlotte Brontë y que tenía como destinatario al profesor Constantin Héger, un hombre casado al que dirigió cuatro cartas tan deliciosas como inútiles; los diminutivos constantes que introdujo en sus cartas de amor la filósofa María Zambrano, que fue madre antes de los veinte años y que perdió a ese único hijo de una forma terrible en plena lactancia; los intensos matices del triángulo amoroso (platónico) que unió a Marina Tsvietáieva con Boris Pasternak y Rainer Maria Rilke (recomiendo de forma encarecida que se lea con especial unción la carta póstuma de Marina a Rainer Maria: resulta impresionante); o, en fin, las misivas jugosas de George Sand, Virginia Woolf, Vita Sackville-West o Simone de Beauvoir. Se abra por donde se abra el volumen, la sensación de belleza, entrega o dolor (dependiendo de cada caso) es continua.

Una obra espléndida, donde la reivindicación de la mujer, el amor a la literatura y la amenidad se dan la mano. Muy muy muy recomendable.

sábado, 14 de diciembre de 2024

Cadillac Ranch

 


Su nombre, como el de Miguel Sánchez Robles, se ha convertido en una referencia mítica en el mundo de los premios literarios españoles. Pero, a diferencia de lo que ocurre en otros casos (no me abocaré a la grosería de concretar), sus textos son espléndidos desde el punto de vista literario. De ahí que no resulte nada asombroso, aunque sí plausible, que cuando ha decidido reunir algunos de sus cuentos mejores en un volumen, este haya merecido que el jurado del Setenil lo condecore con su máximo galardón.

Hablamos de Cadillac Ranch, una antología excelsa donde podemos descubrir o redescubrir la brillantez del gaditano Antonio Tocornal, que nos habla de cierto conductor solitario que se adentra por la Ruta 66 de los Estados Unidos para dar cumplimiento a una vieja promesa juvenil; de una casa que, a pesar de que mantiene su forma externa, se expande interiormente hasta alcanzar dimensiones enloquecidas o cósmicas; de un jardinero jubilado que destina una parte de su pensión a extrañas adquisiciones botánicas; del asombroso proceder que desarrolla el consejero delegado de una entidad bancaria, justo antes de incorporarse a una reunión de accionistas de la que saldrá convertido en una persona multimillonaria; de un pintor atrapado (y envilecido) por el mercado del arte; del hombre en cuya mano izquierda comienza a crecer un pequeño pueblo, con sus diminutos habitantes; de la turbadora misión que acepta sin pestañeos un representante de artículos de ferretería, que ha viajado a un país extranjero; y de otra amplia serie de personajes que, para su disfrute, ni siquiera voy a cometer la insolencia de enumerar, con el fin de que los descubran ustedes sin ayuda.

De todas formas, convendría que los admiradores a ultranza de Antonio Tocornal moderen su euforia, porque el mismo autor, de forma inequívoca, ha reconocido en el último de los textos del libro (dando pie a que varios jurados, creo yo, puedan impugnar los galardones que le han concedido en el pasado) que sus obras más exitosas han sido en realidad compuestas por negros literarios. Salvado ese punto, sobre el que convendría abrir debate, todo magnífico.

viernes, 13 de diciembre de 2024

Pedro Salinas

 


Como en este trimestre final de 2024 estoy releyendo algunas páginas del poeta Pedro Salinas, decido acercarme también a su biografía y eso me conduce hasta este pequeño libro del valenciano José Vila Selma, que me proporciona algunos detalles e ideas interesantes. Por ejemplo, que nació en 1891 (“no 92, como dicen la mayoría de quienes escribieron notas biográficas”, p.9); que, a diferencia de otros componentes de su grupo literario, “no parece que sintiera con mucho ardor la fiebre del gongorismo” (p.30); que “no sólo es el amor (conocer, penetrar, poseer, nombrar) lo que erosiona las aristas interiores de Salinas, sino también la presencia de la muerte” (p.37); que su entrega poética Razón de amor quizá sea “el libro más sonoro de todos los escritos por Pedro Salinas” (p.47); y que a Vila Selma le da la impresión de que el poeta madrileño “se siente más ligado a la manera como la generación del 98 sentía el dolor de España, que al vacilante hacer, que a las fililíes posturas de los poetas que se agrupan en torno al 27” (p.67).

El volumen me ha resultado interesante, pero también (no es óbice) insuficiente. Quiero saber más de Salinas. Y eso me llevará a buscar dentro de poco otros libros donde se ahonde con más exhaustividad en su biografía. Ya les contaré.

miércoles, 11 de diciembre de 2024

La última función

 


Vuelvo a sumergirme en una propuesta de Luis Landero y vuelvo a encontrar al narrador delicioso, convincente y lleno de melancolía que me ha cautivado tantas veces, en tantos de sus libros. Es verdad que en otros volúmenes suyos he tenido que suspirar y decirme “En el próximo será”, con una leve decepción (quizá porque esperaba demasiado de sus páginas); pero esta vez sí que sí. Y es que creo que el terreno temático en el que Landero brilla con más eficacia y con más esplendor es, precisamente, este que aquí se aborda: el relato de las vidas fracasadas (o que merodean el fracaso en su declinación, como un paseante que recorriera llorando el borde de un precipicio). Pocos narran ese delta con más tino que él. Y por eso su crónica sobre Ernesto Gil resulta tan conmovedora.

Hablamos de un personaje que, dotado desde la niñez de una voz extraordinaria, inoculó en los demás (sobre todo en su maestro, don Ángel) la certeza de que lo aguardaba un futuro espléndido en el mundo del teatro o la televisión. Así que, pese al empeño que puso su padre en que estudiara Derecho y trabajase con él en la gestoría familiar, la farándula terminó atrayéndolo de forma irremisible, ideando un espectáculo lorquiano que paseó, con más pena que gloria, por todo el país, hasta que la resignación o la amargura lo convirtieron en un hombre con peso de más, desaliño de más y tristeza de más.

Tampoco las cosas le han ido bien a Paula, que se ha enamorado siempre de los hombres equivocados, y que ha terminado casándose con uno de ellos, por el cual ya no siente sino indiferencia. Su trabajo, gris y sin futuro, en una cadena de embalaje no se puede decir que ayude a la mejoría de su ánimo, que languidece entre resignaciones y lágrimas escondidas.

Pero el azar, que en ocasiones puede conceder una última sonrisa a sus criaturas, ha decidido reunirlos en el pueblecillo de San Albín, donde Gil pretende montar una función dramática sobre la santa Niña Rosalba, en la que quiere otorgar papel a todos los habitantes del pueblecito y en la que actuará estelarmente la novata Paula, a la que todos confunden con una actriz veterana llamada Claudia.

Ya disponen ustedes de todos los elementos “argumentales” de esta novela bella, delicada, emotiva y crepuscular, en la cual se plantea y desarrolla “el caso singular de un vano intento, de un sueño que, tras un gran momento de esplendor, acaba desembocando en la inmisericorde realidad” (cap.7). El resto lo rellena el gran Luis Landero con su mayestática prosa. Y, perdónenme, no les digo más. Yo de ustedes la buscaría sin tardanza.

martes, 10 de diciembre de 2024

Las personas del verbo

 


Jaime Gil de Biedma es una de esas voces robustas, infrecuentes y admiradas que, de vez en cuando, aparecen en la poesía española y extienden su influencia de forma imparable en las siguientes generaciones. Ahora, la editorial Cátedra ha tenido la felicísima idea de publicar Las personas del verbo bajo la dirección de Carme Riera y Félix Pardo, quienes revisan todos los manuscritos y variantes de cada poema (labor titánica) y nos ofrecen un volumen de inaudita belleza, que va a quedar, entiendo, como referencia absoluta.

En sus páginas nos encontramos una intensa exploración por su vida y por el mundo de sus emociones, que se convierte en un torrente de palabras sabiamente medidas. Podemos, como es natural, elegir cuáles son nuestros poemas favoritos (en mi caso, y siguiendo la pauta de este volumen, “Amistad a lo largo”, “Vals del aniversario”, “Piazza del Popolo”, “En el nombre de hoy”, “Años triunfales”, “Después de la noticia de su muerte”, “No volveré a ser joven” y “De vita beata”); e incluso podemos subrayar, con un lápiz rojo entusiasta, los versos que más han resonado en nuestra mente durante la lectura (“Ay el tiempo! Ya todo se comprende”, “Media España ocupaba España entera”, “Un orden de vivir, es la sabiduría”, “Como libros leídos han pasado los años”). Pero no se tarda mucho en comprender que, en realidad, todas las palabras, todas las imágenes, todos los textos se organizan entre sí de forma armónica, como las piezas de un puzle, y nos permiten el acceso al sustrato anímico del poeta, que no se ha limitado a escribir versos, sino que se convierte en versos.

El resultado es un volumen admirable y atemporal, que se puede leer y releer de forma continua sin que la fatiga llegue a asaltarnos. Es el signo de que nos encontramos ante un libro eterno.

lunes, 9 de diciembre de 2024

Suspense en matemáticas

 


Todavía recuerdo, con infinita ternura y con infinita gratitud, aquellas pandillas de chicos, chicas y perros que, en número variable (Los cinco, Los siete secretos) alegraron mi infancia desde las páginas de Enid Blyton. Cuántas tardes llenaron de luz, enigmas, sonrisas y literatura. Ahora, gracias al extremeño Juan Ramón Santos, recupero ese agradable cosquilleo (que no me abochorna pregonar, pese a mis 58 años) en los volúmenes del Club de las Cuatro Emes, donde se relatan las aventuras de Manuel, Matilde y las dos Marías, que estudian en el colegio Torre Vigía (buen nombre para cobijar a estos aprendices de detective).

En esta ocasión, todo girará alrededor de la jubilación de don Agustín, un amable profesor de matemáticas que abandona la docencia tras más de cuarenta años al pie del cañón y que es sustituido por un joven de cabello largo, que viste de forma desenfadada, se desplaza en bicicleta (aunque viene al colegio con un flamante coche deportivo) y habla continuamente del respeto a la naturaleza. Al principio, las reticencias frente al profesor que viene a “llenar el hueco” de su idolatrado don Agustín les hacen acogerlo con cierta reserva. Es simpático, sí. Parece un buen maestro, también… Pero cuando descubren que se oculta por los rincones para hablar por su teléfono móvil, que acude con sigilo a una inquietante tienda que ostenta el rótulo de “Los amigos de Marijuana” y que, en connivencia con el bedel del colegio, han levantado una valla para acotar una escondida zona del huerto, sus sospechas adquieren un volumen difícilmente soportable: Jonás parece que está utilizando las dependencias del colegio para habilitar una plantación clandestina de marihuana.

A partir de ahí, ya pueden imaginarse el derrotero de la narración: espionajes, fotografías, deducciones, charlas del grupo y, al fin, la sorprendente solución del enredo, que les dejaré que disfruten sin mí.

Da igual que escriba para un público infantil o para adultos: Juan Ramón Santos siempre resulta convincente y seductor. Qué gusto llevar leyéndolo tantos años. Anímense.

sábado, 7 de diciembre de 2024

Poema del otoño

 


Rubén siempre es Rubén. Y la fórmula, que podría ser entendida como una crítica negativa (aludiendo a su carácter repetitivo o previsible), la emito como elogio, porque sus versos siempre me han parecido muy notables: es uno de los raros ejemplos de escritor que funda un territorio especial, y que fija sus leyes, y que abrillanta en cada nueva entrega unos metales ya de por sí refulgentes. En Poema del otoño ocurre igual: nos encontramos con una presencia continua de nombres y referencias clásicas (el nicaragüense era un enamorado del mundo grecolatino, pero también de otras culturas antiguas, cuyos reyes o dioses le suministran un espléndido arsenal de erudiciones); nos encontramos con invitaciones vitalistas para que gocemos los placeres mundanos (aunque, en este libro, también afirme anhelar la vida recoleta, disciplinada y asexuada de los monjes, en el poema “La Cartuja”); y nos encontramos con algunas composiciones notablemente famosas de su producción, como “Los motivos del lobo” (donde analiza las maldades que la especie humana acumula, que la convierten en la más turbia de las alimañas), “Margarita, está linda la mar”, “El clavicordio de la abuela” o “La rosa niña” (que nos entrega una fábula religiosa muy delicada y, por momentos, conmovedora).

Pero donde realmente atruena y asombra la musculación lírica de Rubén es en los aspectos verbales. Nada resulta anodino en sus versos, porque de todo se sirve para fraguar sonoridades únicas: unos encabalgamientos constantes que, en otras manos, derrumbarían el ritmo del poema y que, en su caso, lo aquilatan (“Gozar de la carne, ese bien / que hoy nos hechiza, / y después se tornará en / polvo y ceniza”); unas rimas intrépidas, que jamás se conforman con la facilidad y que se adentran por caminos inexplorados (roe-Cloe, voz-Booz, van-Kayyam); o incluso aventuras estróficas arriesgadísimas, que resuelve con magistral aplomo (en el poema “Santa Elena de Montenegro” tiene la osadía de reunir veinticinco tercetos monorrimos sin que le tiemble el pulso).

Evidentemente, sus libros hay que leerlos de forma espaciada, porque se corre el peligro de “verlo todo igual” a partir de la página diez. Pero creo haber encontrado la solución idónea para soslayar ese problema: acercarme cada seis meses a uno de sus trabajos.

jueves, 5 de diciembre de 2024

Los amigos muertos

 


No soy muy aficionado a utilizar el verbo “enganchar” para referirme a los libros. Lo habré manejado, qué duda cabe (después de casi cuatro mil reseñas redactadas durante mi vida, cómo atreverme a asegurar que no he caído en ese vicio); pero procuro evitarlo. Fundamentalmente, porque me parece una palabra ambigua o equívoca (muchas novelas de Stephen King enganchan, sí, pero un anzuelo también lo hace, y eso no significa que resulte recomendable acercarse a él). Puestos a elegir, prefiero optar por otras fórmulas menos transitadas, como que el libro ha capturado mi atención (por ejemplo). Y les puedo asegurar que Los amigos muertos, de Saljo Bellver, lo ha conseguido sin ningún tipo de duda. ¿Por qué? Pues porque creo que la historia está muy bien contada; porque utiliza las dosis justas de humor y de intriga; porque los personajes resultan creíbles; y porque, siendo una novela de ambientación negra, no se atasca en el barro de sus tópicos.

Aquí el “investigador” (digámoslo de ese modo) es un profesor de literatura que, tras haberse prejubilado de la docencia, se encuentra de pronto con el asombro de que el pasado vuelve a él adoptando ropajes que no esperaba: muere uno de sus compañeros de pandilla juvenil y, en el funeral, descubre que otro de ellos (al que suponía muerto cuatro décadas antes) sigue vivito y coleando... hasta que lo asesinan de forma abrupta y encuentran junto al cuerpo una nota donde la víctima ha escritor el nombre del profesor (Dimas Rubio), un extraño dibujo y una frase asombrosa: “Él sabrá qué hacer”. Añadamos a esa intriga un policía suspicaz (el inspector Ernesto Casas); un misterioso perseguidor, que lanza amenazas allí donde encuentra a Dimas; un perro fiel, que se ve sacudido por el pánico cuando escucha tracas y cohetes (Zarra, diminutivo de Zarrapastroso); una hermana que vela constantemente por el bienestar de nuestro protagonista (Isabel)… y algunos otros personajes que irá descubriendo poco a poco la persona que se sumerja en estas páginas.

A mí, como les comentaba al principio, la novela me ha logrado convencer, así que se la recomiendo a ustedes sin ningún tipo de reserva, porque a sus virtudes narrativas añade interesantes consideraciones sobre la amistad, las decepciones que nos dejan caer encima los años y los secretos (a veces mezquinos) que pueden portar en el alma incluso aquellos a quienes consideramos parte indisoluble de nuestras vidas.

El libro puede ser, además (su presentación editorial es muy atractiva), un buen regalo navideño.

martes, 3 de diciembre de 2024

El placer de la Y

 


No he dejado que pasen demasiadas semanas desde que reseñé en mi blog mi anterior acercamiento a la obra cuentística de la murciana Irene Jiménez (https://rubencastillo.blogspot.com/2024/11/la-suma-y-la-resta.html) y ya me pongo con otro de sus trabajos, El placer de la Y, que leí hace seis o siete siglos y que ahora recupero. Nueva alegría (y grande, además) para mis ojos lectores, porque me he reencontrado con una prosa de elegancia exquisita, que dibuja con inigualable finura las piezas de un puzle magistral: el que sirve para esculpir, interior y exteriormente, a la escritora Marguerite Yourcenar (nacida Crayencour). Estos diez relatos, estas diez piezas se pueden unir desde luego de forma longitudinal y diacrónica (así quedan ordenadas en el tomo), pero también admiten un ensanchamiento radial, que conforma el volumen de una vida y de un temperamento: los de una mujer y una artista enfrentada a pérdidas, navegaciones, alejamientos de la patria, amores secretos y éxitos literarios.

En las páginas deliciosas y perfectas de Irene Jiménez descubrimos a la jovencita Marguerite leyendo los libros enjundiosos de su padre; notando que “posee ese gran capital que consiste en saber estar sola”; eligiendo el seudónimo Yourcenar “por el placer de la Y”, tras un buen cúmulo de tentativas anagramáticas; mirando y deseando a Grace mientras beben ouzo; viajando en la camioneta del amable señor Robbins; visitando con temblor el lugar donde fue asesinado Federico García Lorca (quizá el más redondo de todos los textos del libro); escribiendo sobre la muerte de Zenón de Elea; contemplando (entre la angustia y la indiferencia) cómo su acompañante Jerry está a punto de ahogarse cerca de Luxor; o asistiendo (qué maravilloso texto, también) al entierro de su amigo Jorge Luis Borges en Ginebra.

Irene Jiménez endulza la erudición (que suele ser áspera o, cuando menos, reseca) con el azúcar de un estilo impecable, airoso, inauditamente maduro, que dota de armónico vuelo a sus páginas y que le permite, incluso, algunos guiños humorísticos, como cuando hace que una Marguerite Yourcenar adolescente cobije pensamientos como el de la página 35: “Podría suceder, incluso, que una joven española poco mayor que ella acabara por seccionarla para unos cuantos relatos”.

Lo intuí y lo refrendo: qué grandísima narradora es Irene.

domingo, 1 de diciembre de 2024

La voz a ti debida

 


Yo tenía veintidós años y estaba, válgame Dios, enamorado, así que descubrir en la librería aquel ejemplar de La voz a ti debida y comprarlo fue todo uno. Había leído algún fragmento suelto, quizá en alguna antología que no atino a identificar (“no consigo acordarme”, para decirlo con fórmula cervantina), aunque me faltaba completar un recorrido por el volumen completo, el cual me retó (no era fácil para mí entender todos los matices de la obra), pero me embriagó y lo subrayé profusamente. Quién sabe dónde andará aquel viejo tomo de Castalia. Ahora vuelvo a comprarme un ejemplar (esta vez, en Cátedra), con el objetivo doble volver a Pedro Salinas y de comprobar si aquella antigua embriaguez se debía a mi estado emocional o a la pura belleza de sus versos.

“Tú vives siempre en tus actos”. Así comienza esta maravilla. “A esta corporeidad mortal y rosa / donde el amor inventa su infinito”. Así termina. Y, en medio, la imborrable impronta de un poeta intenso, inteligente, brillante… y enamorado. Un poeta que nos traza un recorrido por la siempre anhelada colina del amor (la pendiente de subida, el esplendor de la cúspide, la languidez de la bajada, la amargura que asola cuando la abandonamos) y que nos regala versos increíbles, cuya belleza combina la música y la matemática. Un amor que llegó como llegan la mayoría y que sigue los pasos universales: distinguiendo a la criatura elegida entre el resto de los seres y dotándola de preciosa singularidad (“Por detrás de las gentes te busco”); dejándose invadir por la convicción de haber encontrado a la persona perfecta, con una rapidez y un fervor que no admiten dudas (“Yo no necesito tiempo / para saber cómo eres: / conocerse es el relámpago”); creyendo que la mera existencia del otro ser nos justifica y llena de luz (“Qué alegría, vivir / sintiéndose vivido”); juzgando a la persona amada el aleph del mundo (“De ti salgo siempre, siempre / tengo que volver a ti”); indagando en ella, como quien busca el más inmenso de los tesoros (“Perdóname por ir así buscándote / tan torpemente, dentro / de ti. / Perdóname el dolor, alguna vez. / Es que quiero sacar / de ti tu mejor tú”); o, en fin, aceptando sin fisuras que ese amor que nos han tributado nos convierte en personas especiales (“Cuando tú me elegiste / (el amor eligió) / salí del gran anónimo / de todos, de la nada”).

Un volumen, para mí, imprescindible en la poesía española del siglo XX. Creo que no me moriré sin leerlo una vez más.