domingo, 1 de diciembre de 2024

La voz a ti debida

 


Yo tenía veintidós años y estaba, válgame Dios, enamorado, así que descubrir en la librería aquel ejemplar de La voz a ti debida y comprarlo fue todo uno. Había leído algún fragmento suelto, quizá en alguna antología que no atino a identificar (“no consigo acordarme”, para decirlo con fórmula cervantina), aunque me faltaba completar un recorrido por el volumen completo, el cual me retó (no era fácil para mí entender todos los matices de la obra), pero me embriagó y lo subrayé profusamente. Quién sabe dónde andará aquel viejo tomo de Castalia. Ahora vuelvo a comprarme un ejemplar (esta vez, en Cátedra), con el objetivo doble volver a Pedro Salinas y de comprobar si aquella antigua embriaguez se debía a mi estado emocional o a la pura belleza de sus versos.

“Tú vives siempre en tus actos”. Así comienza esta maravilla. “A esta corporeidad mortal y rosa / donde el amor inventa su infinito”. Así termina. Y, en medio, la imborrable impronta de un poeta intenso, inteligente, brillante… y enamorado. Un poeta que nos traza un recorrido por la siempre anhelada colina del amor (la pendiente de subida, el esplendor de la cúspide, la languidez de la bajada, la amargura que asola cuando la abandonamos) y que nos regala versos increíbles, cuya belleza combina la música y la matemática. Un amor que llegó como llegan la mayoría y que sigue los pasos universales: distinguiendo a la criatura elegida entre el resto de los seres y dotándola de preciosa singularidad (“Por detrás de las gentes te busco”); dejándose invadir por la convicción de haber encontrado a la persona perfecta, con una rapidez y un fervor que no admiten dudas (“Yo no necesito tiempo / para saber cómo eres: / conocerse es el relámpago”); creyendo que la mera existencia del otro ser nos justifica y llena de luz (“Qué alegría, vivir / sintiéndose vivido”); juzgando a la persona amada el aleph del mundo (“De ti salgo siempre, siempre / tengo que volver a ti”); indagando en ella, como quien busca el más inmenso de los tesoros (“Perdóname por ir así buscándote / tan torpemente, dentro / de ti. / Perdóname el dolor, alguna vez. / Es que quiero sacar / de ti tu mejor tú”); o, en fin, aceptando sin fisuras que ese amor que nos han tributado nos convierte en personas especiales (“Cuando tú me elegiste / (el amor eligió) / salí del gran anónimo / de todos, de la nada”).

Un volumen, para mí, imprescindible en la poesía española del siglo XX. Creo que no me moriré sin leerlo una vez más.