El
diario El País propuso hace años a Elvira Lindo que escribiese una
columna diaria durante el mes de agosto y ella, tras aceptar, decidió convertir
sus letras en un dibujo bienhumorado sobre la realidad que vivió durante
aquellas semanas, habitando en una residencia veraniega fuera de Madrid,
acompañada por sus hijos adolescentes y su marido, el también escritor Antonio
Muñoz Molina (que se encontraba en pleno proceso creativo de su libro Sefarad).
Aquellas páginas, que ahora se reúnen en el volumen Tinto de verano,
pretendían “retratar a las personas por su lado más cómico, no hacer una
descripción realista”, pero se llevó la sorpresa de que muchos lectores no
entendieron bien el propósito que la guiaba y se tomaron en serio sus bromas.
Por fortuna, como anota después, “la mayoría de los lectores me siguieron el
juego, hicieron lo que yo esperaba: relajarse, leer y sonreír, y a veces, hasta
reírse”.
Este
volumen nos ofrece secuencias impagables, donde el ánimo festivo burbujea casi
en cada párrafo y nos regala felicidad lectora. En ellas, nos presenta a un
Antonio Muñoz Molina que mata mosquitos por las noches con un periódico
enrollado; a un padre que come más que la orilla del río (el artículo
“Abuelito, dime tú” es antológico); o a unos hijos que se refugian en frases de
Fernando Savater para no realizar sus tareas domésticas. Pero esa mirada jocosa
también la despliega sobre sí misma, y vemos a la escritora planteándose la
conveniencia de someterse a alguna operación quirúrgica, para parecerse a
Jennifer Aniston; o explicándonos que está apuntada a un gimnasio, pero que no
va nunca (“Bastante hago con pagarlo”); o gastándose veinte mil pesetas en una
crema facial que sus hijos se untan en unas tostadas, creyéndola crema de
cacahuete; o comprándose un colchón carísimo, que pretende desgravar en
Hacienda; o calibrando la posibilidad de adquirir un cerdo como animal de
compañía; o viéndose envuelta en una sesión depilatoria hilarante, porque los
hijos de la esteticién son lectores de sus libros de Manolito Gafotas y desean
estar presentes.
Con una prosa refrescante, Elvira Lindo nos va trasladando la crónica de un mes tórrido y aburrido, en la que sobrevive como puede a la lejanía de su amado asfalto madrileño, sin el que no se siente demasiado cómoda. “De lo que yo trataba de escribir este verano era, aunque a lo mejor no he sabido escribirlo y nadie se haya enterado, sencillamente de la felicidad”, dice para terminar el libro. Mi aplauso, desde luego, lo ha logrado. Y mis sonrisas (que no son fáciles de arrancar) fueron constantes durante la lectura.
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