Fantasmas,
errores, cuentas pendientes, exabruptos que se quedaron atorados en la
garganta, recriminaciones mudas, miradas asesinas, reproches, odios… Todos
disponemos, en nuestro interior, de un baúl atiborrado de estas emociones, a
las que no dimos salida en su momento y que fermentan y pueden llegar a
pudrirnos. El tamaño y la acrimonia son variables, pero su existencia misma es
innegable.
Paloma
Pedrero, dramaturga por cuyas obras me he paseado ya varias veces (le profeso
una amplia admiración), nos presenta en El color de agosto a dos mujeres
que estuvieron muy vinculadas en el pasado y que ahora, tras ocho años de agria
separación, vuelven a encontrarse. María es, en la actualidad, una exitosa
artista plástica, que vende sus cuadros por auténticos dinerales. Dispone de un
estudio amplio y luminoso, de una vivienda lujosa y de una cartera de clientes
que se disputan sus obras. Laura, que fue su inspiradora y su maestra, no ha
tenido ni la mitad de su suerte, y vive casi en la pobreza. A causa del azar
(María busca una chica que pose para ella y le muestran una imagen de Laura),
se produce el reencuentro. Pero hay demasiada acidez acumulada en el espíritu
de las dos, y el choque de trenes resulta inevitable.
Rápida
en sus diálogos, profunda en sus pinceladas psicológicas y certera a la hora de
deslizar insinuaciones emocionales, Paloma Pedrero nos regala una pieza corta,
contundente, amarga, en la que descubrimos todos los laberintos que sus dos
protagonistas cobijan o esconden. Y donde también descubrimos que cada uno de
nosotros (cada una de nosotras) podríamos ser Laura.
Vertiginosa, profunda y espléndida.
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