sábado, 24 de febrero de 2024

El color de agosto

 


Fantasmas, errores, cuentas pendientes, exabruptos que se quedaron atorados en la garganta, recriminaciones mudas, miradas asesinas, reproches, odios… Todos disponemos, en nuestro interior, de un baúl atiborrado de estas emociones, a las que no dimos salida en su momento y que fermentan y pueden llegar a pudrirnos. El tamaño y la acrimonia son variables, pero su existencia misma es innegable.

Paloma Pedrero, dramaturga por cuyas obras me he paseado ya varias veces (le profeso una amplia admiración), nos presenta en El color de agosto a dos mujeres que estuvieron muy vinculadas en el pasado y que ahora, tras ocho años de agria separación, vuelven a encontrarse. María es, en la actualidad, una exitosa artista plástica, que vende sus cuadros por auténticos dinerales. Dispone de un estudio amplio y luminoso, de una vivienda lujosa y de una cartera de clientes que se disputan sus obras. Laura, que fue su inspiradora y su maestra, no ha tenido ni la mitad de su suerte, y vive casi en la pobreza. A causa del azar (María busca una chica que pose para ella y le muestran una imagen de Laura), se produce el reencuentro. Pero hay demasiada acidez acumulada en el espíritu de las dos, y el choque de trenes resulta inevitable.

Rápida en sus diálogos, profunda en sus pinceladas psicológicas y certera a la hora de deslizar insinuaciones emocionales, Paloma Pedrero nos regala una pieza corta, contundente, amarga, en la que descubrimos todos los laberintos que sus dos protagonistas cobijan o esconden. Y donde también descubrimos que cada uno de nosotros (cada una de nosotras) podríamos ser Laura.

Vertiginosa, profunda y espléndida.

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