Recordemos
lo que pasó hace seis meses. El doctor Quirke se encontraba en España
disfrutando de unos días de descanso con su esposa Evelyn; y, de pronto, se
vieron envueltos en un inexplicable tiroteo en el que ella resultó alcanzada y
encontró la muerte. Muy cerca se encontraba el inspector Strafford, irlandés
como ellos, quien logró desenfundar y abatir al criminal, antes de que
continuara su masacre.
Volvamos
ahora al tiempo presente. Strafford, que se encuentra solo desde que su esposa
lo ha abandonado, comienza a investigar el caso de Rosa Jacobs, una chica judía
a la que han encontrado muerta dentro de su coche, asfixiada por el gas del
tubo de escape. Todo indica que la muchacha se ha tomado muchas molestias para
sellar las ventanillas escrupulosamente y suicidarse mediante la inhalación de
monóxido de carbono… Pero la intervención pericial del patólogo (que no es otro
que el doctor Quirke) determina que existen indicios de asesinato, porque la
víctima presenta huellas de haber sido amordazada. Se impone, por tanto,
iniciar una investigación en toda regla, en la que Strafford y Quirke tendrán
que unir sus fuerzas. Por desgracia, la relación entre ambos dista de ser
amable, pues Quirke, en su fuero interno, recrimina a Strafford que por culpa
de su lentitud él ya no pueda tener a su esposa.
Añadamos un poco de sal a este cuadro: al parecer, la chica (que era judía, recordemos) estaba vinculada con un joven alemán llamado Franz Kessler, hijo de un misterioso millonario. Añadamos un poco de pimienta: la hermana de Rosa (Molly) se incorpora a la narración y termina enredándose con Quirke, cuya hija Phoebe se enreda a su vez con Strafford. Añadamos, en fin, un poco de guindilla: una periodista israelí, que investigaba el programa nuclear de su país y su relación con los Kessler, es atropellada. ¿Cómo se relacionan todos estos hechos entre sí? ¿Qué telar inquietante se construye con los hilos que vamos descubriendo?
Benjamin Black (es decir, el irlandés John Banville) nos entrega en Las hermanas Jacobs una novela sólidamente construida y admirablemente narrada, en la que los pormenores argumentales no constituyen, en mi opinión, lo mejor de la obra. Lo serían si hablásemos de un autor policíaco convencional, pero es que estamos hablando de un estilista finísimo y de un psicólogo de primera magnitud, que nos muestra a sus personajes por dentro con tanta minucia que provoca hechizo. Párrafo a párrafo, de forma lenta pero firme, John Banville dibuja sobre el lienzo una pincelada tras otra; y en cada una de esas pinceladas se consigna un detalle sobre el alma, o sobre el pasado, o sobre las ilusiones, o sobre los fracasos de sus criaturas, quienes a la postre quedan convertidas (magia del genio novelesco), no en personajes, sino en auténticas personas. La fatiga, el abandono, el alcoholismo, la rabia, los remordimientos, el llanto o el pudor llenan de matices el suelo narrativo (digámoslo de esa manera), permitiendo que las flores y los árboles que crecen en él alcancen magnitudes espectaculares. “Calidad de página”, lo llaman. “Calidad de pintor (íntimo)”, lo podríamos denominar también. Banville, en ese ámbito, es demoledoramente brillante. Y Las hermanas Jacobs un ejemplo palmario.
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