Existen
bastantes autores a lo largo de la Historia de quienes podría pregonarse con
justicia que son poetas (que cada cual elija los suyos), pero muy pocos de los
que cabría afirmar que son poesía. Pura poesía. Tensión y resolución lírica
constantes. Seres cuya mirada y cuyos dedos se alían en un perpetuo ejercicio
de poetización del mundo. Se trata de un rarísimo privilegio que los dioses
conceden a ciertos mortales. Ocurre, creo, con Juan Ramón Jiménez, del que
emana la poesía como el agua cristalina lo hace de un manantial: la palmera, la
ola, el sol, la sombra, la aurora, el jardín, la rosa, una mano devienen objetos
únicos, focos de belleza insospechada que, de súbito, quedan revelados y hechos
eternidad.
Acabo
de comprobarlo nuevamente en su volumen Estío, publicado en 1916 y en el
que se puede apreciar, creo yo, una clara dirección depurativa, para intentar
que la idea y las palabras (“el idilio raro de un león y un
lirio”, como se indica en la página 14) acuerden un pacto apolíneo: reducir
palabras, condensar de forma estricta las emociones. Así, Juan Ramón nos
trasladará sus pesimismos (“La felicidad, / anticipado sangrar”); sus
melancolías, rematadas con una gotita de humor amargo (“Me pareces como aquella
/ pálida novia primera, / que hace tiempo se casó / con aquel juez de
instrucción”) —versos que recuerdan a aquella queja de Gabriel Celaya acerca de
las adolescentes que se terminan casando con notarios—; su visión maravillosa
sobre el amor (“Como no me ves, no soy visto / de nadie”); o la condición
sobrante de ciertos adjetivos (“¡Sufrimiento! ¡Sólo así! / ¿Para qué añadirte
nada? / —Quien inventó el adjetivo / no era digno de su alma”). O, dicho de un
modo más condensado: “Quememos las hojas secas / y solamente dejemos / el
diamante puro, para / incorporarlo al recuerdo”. Poda de imágenes, poda de
palabras. Y, al fin, el árbol delicioso y perdurable.
Juan Ramón era muy grande, vive Dios.
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