Ana,
Ana y Ana.
Ana
se encuentra en una residencia para mayores, a la cual ha llegado la noticia
del brutal atentado de la estación de Atocha. Ella sabe que su hijo Ángel
utiliza diariamente ese servicio ferroviario, pero ignora si se encontraba a bordo
de alguno de los vagones afectados. Hoy, además, se cumplen cuarenta años del
día en que su marido, abandonado por la amante de turno, la dejó embarazada.
Ana,
con la angustia pintada en el rostro y la tensión agarrotando sus músculos,
espera noticias sobre Ángel, su esposo. Las autoridades le han entregado una
bolsa de plástico con su chaqueta y le han pedido que tenga paciencia y aguarde
novedades. Apenas tiene fuerzas para llorar. Su matrimonio está afectado por
algunas grietas (sabe que Ángel se ve con una amante), pero ella continúa muy
enamorada. En la bolsa suenan constantemente los mensajes que inundan el móvil
de Ángel: debe de ser la otra, preocupada.
Ana,
sin poder preguntar de forma directa por Ángel (no es familia), se desahoga
enviando mensajes de voz a su móvil. Qué podría hacer, si no. Está inquieta y
teme que la esposa legítima pueda escuchar esas comunicaciones, pero no
acierta a descubrir otro modo de saber de él. La noche anterior se separaron
enfadados y pretende que vuelvan a verse, para que un abrazo borre las
lágrimas.
Tres
mujeres de nombre idéntico, alrededor de un ángel de barro. Y Paloma Pedrero,
dramaturga excelsa, logrando que la suma de sus voces construya una sinfonía
triste, intensa, arácnida, por la que nos sentimos atrapados. Mujeres que aman
y no son amadas con la misma nobleza; mujeres que suplican y no son escuchadas;
mujeres que lloran en silencio.
Todas las mujeres, la mujer.
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