martes, 28 de marzo de 2023

Viejas historias de Castilla la Vieja

 


Nací y pasé los años de mi infancia en Blanca (Murcia). La casa de mis padres, mi hogar principal, se encontraba a ciento cincuenta metros del río, que entonces aún permanecía acorazado por una empalizada de cañas realmente altas: meterse por aquel laberinto nos permitía soñar con exploraciones a través de la jungla. La casa de mi tía Esperanza, mi hogar secundario, se encontraba a cincuenta metros de la montaña, a la que subía constantemente, tanto para meterme en todas las cuevas posibles como para explorar el viejo castillo (siempre estuvo ahí la ilusión de encontrar el misterioso pasadizo por el que sus habitantes podían abandonar la fortaleza, en caso de asedio). Durante aquel tiempo, todo fueron en mi vida huertos, baños en el río, fundación de campamentos secretos (que las bandas de niños rivales siempre acababan encontrando) y fabricación de flechas con palos y chapas de cerveza dobladas a golpe de piedra. Ahora, en aquellos parajes agrestes hay edificios modernos, un club de piragüismo, una escalera para acceder con más facilidad al castillo (y focos que lo iluminan de noche) y jardines de infancia con suelo de caucho continuo.

Por eso (no crean que estoy desbarrando o que hoy me ha afectado una oleada de melancolía), he sentido un profundo desgarrón cuando he terminado la última página de Viejas historias de Castilla la Vieja, del maestro Miguel Delibes: justo cuando Isidoro vuelve a su pequeño pueblecito muchos años después de haberlo abandonado… y lo encuentra exactamente igual que como lo dejó. Esa sensación de eternidad, de pervivencia de la memoria, de vuelta a casa, la perdí yo (creo que la hemos perdido casi todos) de forma irremisible. De ahí que me haya sentido tan conmocionado con sus tejos, sus avutardas, sus abejarucos, sus muchachas apuñaladas por un energúmeno, su cura obsesionado con las murallas de Ávila, su clima imprevisible (respetado y temido), su vida sencilla de espigas humanas.

Qué fácil lo hace Miguel Delibes con su prosa de gigante.

Qué inolvidable maestro de la literatura.

No hay nadie por encima de él en las letras españolas del siglo XX.

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