Nací
y pasé los años de mi infancia en Blanca (Murcia). La casa de mis padres, mi
hogar principal, se encontraba a ciento cincuenta metros del río, que entonces aún
permanecía acorazado por una empalizada de cañas realmente altas: meterse por
aquel laberinto nos permitía soñar con exploraciones a través de la jungla. La
casa de mi tía Esperanza, mi hogar secundario, se encontraba a cincuenta metros
de la montaña, a la que subía constantemente, tanto para meterme en todas las
cuevas posibles como para explorar el viejo castillo (siempre estuvo ahí la
ilusión de encontrar el misterioso pasadizo por el que sus habitantes podían
abandonar la fortaleza, en caso de asedio). Durante aquel tiempo, todo fueron en
mi vida huertos, baños en el río, fundación de campamentos secretos (que las
bandas de niños rivales siempre acababan encontrando) y fabricación de flechas
con palos y chapas de cerveza dobladas a golpe de piedra. Ahora, en aquellos
parajes agrestes hay edificios modernos, un club de piragüismo, una escalera
para acceder con más facilidad al castillo (y focos que lo iluminan de noche) y
jardines de infancia con suelo de caucho continuo.
Por
eso (no crean que estoy desbarrando o que hoy me ha afectado una oleada de
melancolía), he sentido un profundo desgarrón cuando he terminado la última
página de Viejas historias de Castilla la Vieja, del maestro Miguel
Delibes: justo cuando Isidoro vuelve a su pequeño pueblecito muchos años después
de haberlo abandonado… y lo encuentra exactamente igual que como lo dejó. Esa
sensación de eternidad, de pervivencia de la memoria, de vuelta a casa, la
perdí yo (creo que la hemos perdido casi todos) de forma irremisible. De ahí
que me haya sentido tan conmocionado con sus tejos, sus avutardas, sus
abejarucos, sus muchachas apuñaladas por un energúmeno, su cura obsesionado con
las murallas de Ávila, su clima imprevisible (respetado y temido), su vida
sencilla de espigas humanas.
Qué
fácil lo hace Miguel Delibes con su prosa de gigante.
Qué
inolvidable maestro de la literatura.
No hay nadie por encima de él en las letras españolas del siglo XX.
No hay comentarios:
Publicar un comentario