domingo, 26 de marzo de 2023

Canción de Navidad


Es inaudito (aunque quizá no debería sorprenderme, después de haber leído media docena de libros de Charles Dickens): sabes que te la va a hacer, te acorazas para evitarlo… y te la hace de todos modos. Ha vuelto a ocurrirme con Canción de Navidad, novela breve que leí cuando tenía dieciséis años, vi en una versión de dibujos animados a los dieciocho… y ahora recupero cuando hace diez días que brinqué los cincuenta y siete. ¿Cómo se las habrá ingeniado al viejo zorro para, sabiéndome como me sé la historia de pe a pa, provocarme de nuevo un nudo en la garganta? Aceptemos que carga exageradamente la pluma en la tinta emocional; aceptemos que el maniqueísmo podría haberse suavizado (Scrooge no es creíble de tan malo, ni Bob Cratchit o Fred son creíbles de tan bondadosos); aceptemos todo lo que ustedes quieran. No me opondré a las evidencias. Pero qué historia. Qué capacidad la de Dickens para crear un argumento que el paso de las décadas no erosiona. Qué poder como novelista.

El avaro Ebenezer Scrooge, tras el fallecimiento (siete años atrás) de su socio Jacob Marley, continúa llevando una vida mezquina, dedicada al dinero y a la misantropía. Pero esta Navidad, que prometía ser como las anteriores, ejercerá sobre su corazón una influencia trascendental, cuando reciba la visita de cuatro espíritus, que le harán abrir los ojos sobre la estupidez de su comportamiento y que lo convencerán de la necesidad de un cambio de rumbo. No será necesario recordar más detalles de una trama universalmente conocida.

Existen, en mi opinión, dos formas de acercarse a esta obra: la primera consiste en utilizar una levita, un cuello duro y una perspectiva “adulta”. En ese caso, se le encuentran los fallos, los trucos psicológicos, las manipulaciones emocionales que Dickens teje para ganarse el ánimo de quien la está leyendo. Es una forma legítima de abordarla. La segunda consiste más bien en bajar las defensas, en hacerse niño (de espíritu), en aceptar que deseas participar del juego y que, como consecuencia, vas a ser conmovido. Que incluso sentirás húmedos los ojos en las dos páginas finales. Yo, como lector avezado y con más conchas que un galápago (cuatro décadas de lectura dan para mucho), elijo sin vacilar la segunda opción.

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