Conforme pasan los años y voy acumulando centenares de libros
dentro de mis ojos, me aproximo a un convencimiento: que cada día me interesa
más el placer literario y menos la “calidad” literaria. Es decir: que tiendo a
calificar un libro (bueno, regular, malo) en función de lo que dicha obra me ha
logrado comunicar a mí, y no de las presuntas perfecciones que la opinión
autorizada de otros les atribuye. Obviamente, no trato de pontificar con esa
actitud: que a mí me dejen frío Faulkner, Hemingway o Dostoievski (por poner
tres ejemplos ilustres) no implica que los desprecie o que los califique
negativamente. Es otra cosa. Es la convicción de que, quedándome veinte o
treinta años como lector, ya no quiero invertir más horas (perder más horas)
con ciertos autores.
Hoy he terminado Pequeños equívocos sin importancia, de Antonio Tabucchi, en la traducción de Joaquín Jordá. Y tengo la impresión de que voy a sumar su nombre al de los anteriormente citados. He viajado en el coche que llevaba al marqués de Carabás con su amante por las carreteras que conducen a Biarritz; he visto a la niña que elabora hechizos para dañar al nuevo compañero de su madre; he acompañado a un brigada en su último día de trabajo; he viajado hacia Madrás en un tren… He dejado, en suma, que todas las propuestas del famoso escritor de Vecchiano entraran por mis pupilas. Pero no he conseguido enamorarme de ninguna de ellas. Hay algo (¿cómo lo diré?) “químico” que me lo impide. Y eso significa que, lamentablemente, no pertenezco a la cofradía de los tabbuquianos. Así de respetuoso y así de transparente. No osaré menospreciar al autor (Dios me libre), pero no creo que vuelva a él.
1 comentario:
Totalmente de acuerdo contigo. He llegado a un punto en mi vida que si no me transmite emoción algo o alguien, resta puntos (tantos que algunos ya me deben puntos y todo)
Besos.
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