Onofre no
es un hombre resuelto, ni atractivo, ni bien dotado para las relaciones
sociales. Así que cuando abandonó Los Olmos y se fue hacia el sur, en dirección
a Las Arenas, su equipaje emocional era tan precario como modestas sus
esperanzas: encontrar un trabajo que le permitiese volver a su lugar de origen
con algo de dinero y una cierta aureola de triunfo y, si fuera posible,
encontrar también a una mujer con la que compartir su existencia. Un día, en el
almacén donde trabajaba, alzó la vista y pudo ver a Irene, una chica de pasado
tumultuoso por la que de inmediato se sintió atraído. Onofre, que a su timidez
le añade un notorio exceso de kilos y un carácter pusilánime, imaginó que
alguien como Irene jamás le prestaría atención. Para su sorpresa la muchacha le
autorizó una cierta proximidad amistosa, que él maquilló con los afeites de la
esperanza.
La
relación, sí, se consolidó en forma de matrimonio. Onofre, sí, creyó que el
arco iris comenzaba a brillar a su alrededor. Y la felicidad, sí, pareció
durante un tiempo posible. Pero los paraísos no admiten en su seno más que a
unos pocos afortunados, y el muchacho irá enfangándose en el barro de muchos errores
y de muchas tristezas: primero, cuando acepta llevar en su furgoneta unos
transportes irregulares, que lo colocan al margen de la ley (todo el dinero se
le antoja poco para construir su sueño, que ahora contiene a Irene); segundo, cuando
comprueba que la chica lo desdeña carnalmente (“El sexo no lo es todo, créeme.
En ocasiones destruye a las parejas y emponzoña la amistad”); tercero, cuando
comprende que haber tenido una hija no es suficiente anclaje para su mujer,
quien, pasados unos años, opta por buscar fuera del hogar la pasión que en él
no obtiene. Sometido a la injuria de la lástima y golpeado por la
inmisericordia del desdén, además de asustado con las dimensiones que alcanza
su compromiso con los narcotraficantes de la zona, Onofre toma una decisión
durísima, que termina afectando a todas las personas de su entorno.
Pascual
García nos traslada en estas páginas no sólo un argumento novelístico
maravillosamente trenzado (con saltos hacia atrás y hacia adelante, con hilos
de diferentes grosores y colores que se van combinando para formar el dibujo de
la obra) sino también y sobre todo un sobrecogedor viaje por la mente de unos
seres a quienes el Destino o el Azar ha arrojado a existencias infelices, bien
porque no consiguen sentirse amados (Onofre), bien porque no consiguen amar
(Irene), bien porque se quedan sin posibilidad de amar (Antonia). En ese viaje,
la pluma de Pascual García se nos antoja a veces un microscopio y a veces un
bisturí, pero siempre advertimos en ella una indesmayable brillantez, que
aletea en todos sus libros y que en éste alcanza niveles de clásico.
1 comentario:
Admiro los escritos de Pascual, al que descubrí gozosamente cuando compartimos la ingrata tarea de enseñantes. Un gran literato y buen amigo.
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