Resulta
difícil encontrar a un ciudadano español que, habiendo efectuado el servicio de
armas durante su juventud, no sienta periódicamente la tentación de recordar
aquella etapa de su vida y de contarla a otros. Pueden ser anécdotas, pueden
ser vejaciones nunca del todo olvidadas, puede ser una amistad inquebrantable,
puede ser un episodio cómico. Así que descubrir un volumen con el título de Ardor guerrero, que recupera el arranque
del himno de la infantería, quizá lleve a algunos a pensar que nos encontramos
ante un catálogo de “batallitas” o de ajustes de cuentas con el ayer. Pero
Antonio Muñoz Molina no busca en estas páginas la mera enumeración de
infortunios o de tristezas cuartelarias, sino que elabora el retrato de un
mundo y de un tiempo atroces: los que conoció y padeció en el País Vasco
durante los primeros años de la democracia recién recuperada, cuando en los
despachos de los mandos militares seguía presente en lugar de privilegio la
imagen de Franco (que él vio en San Sebastián en el otoño de 1979 igual que yo
la vi en Lorca, Murcia, durante el invierno de 1993, cuando el deleznable
dictador llevaba casi veinte años alimentando gusanos).
Fue un tiempo en el que
las calles se veían perturbadas a diario por la violencia de los proetarras y
por la respuesta de los no menos violentos integrantes del Batallón Vasco
Español; en el que las órdenes castrenses eran ladradas y todo parecía dominado
por la ignominia, la tristeza y el desarraigo que experimentaban unos jóvenes
que, arrancados de sus lugares de residencia, eran obligados a permanecer
durante más de un año bajo la férula militar. Aquel chico llamado Antonio Muñoz
Molina venía de la provincia de Jaén y pronto iba a darse cuenta de que la mili
“iba a parecerse mucho no a las historias embusteras que me habían contado mis
tíos y mi padre, sino a aquella angustia, a aquella tristeza ilimitada y
monótona de la cobardía infantil, a la vulnerabilidad de no atreverme a salir a
la calle por miedo a que los más grandes me pegaran, a la conciencia humillada
de no ser fuerte ni temerario ni ágil”. Lo vistieron con una ropa ridícula, más
desangelada que imponente; aprendió con muchas dificultades a desfilar (“Los
pasos humanos sometidos a un ritmo de maquinaria hidráulica”); se acostumbró al
espectáculo cotidiano de las humillaciones (“Lo que yo quería no era acabar con
los verdugos, sino merecer su benevolencia”); repitió las frases y los
comportamientos de quienes lo rodeaban (“No era nada fácil resistir el embate
obstinado de la tontería”); fue incapaz de manejar con un mínimo de destreza
ningún arma de fuego (habla de su “récord inverso durante los ejercicios de
tiro”); tuvo sus más y sus menos con el iracundo sargento Valdés (quien
acostumbraba a moverse por el cuartel “con tumulto mular”); se acomodó como
pudo a aquella atmósfera enrarecida en la que “todo era espeso e interminable,
la mili y el invierno, el aburrimiento y la lluvia”; presenció vilezas,
arbitrariedades y sadismos para las que se encontraría difícil justificación
fuera del mundo militar (“Nada enciende más la crueldad de los canallas que la
indefensión absoluta de sus víctimas”); y, sobre todo, observó con mucha
atención para después contar, que es lo que hacen los escritores de raza.
Ardor guerrero se convierte así en un
documento impagable sobre la naturaleza humana, sobre la forma en que todos
podemos convertirnos en víctimas y en verdugos. Cualquiera que haya hecho la
mili encontrará en este volumen un retrato fidedigno de lo que sintió en
aquellos meses, de las melancolías de sus tardes de domingo, de las imaginarias
atroces, de los abusos perpetrados por psicóticos o dipsómanos con galones, de
la soledad en compañía, de la sensación de pérdida de tiempo, del sinsentido.
Contadas, además, con la prosa excelente de Antonio Muñoz Molina, esas
experiencias se convierten en un libro en el que merece la pena sumergirse.
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