El
viejo relojero, mientras rectifica las imperfecciones del mecanismo que yace
abierto ante sus ojos, nos susurra: “No hace falta que te vayas. Allá fuera /
no hay nadie esperándote. Sólo una enorme / cantidad de ruido de fondo. Aquí
no”. Y con la atmósfera que sugiere ese preámbulo, con ese espacio de quietud,
de lenta movilidad, de oxígeno intacto, el poeta cartagenero Vicente Velasco
Montoya nos invita a acceder a su nuevo libro de versos, donde se observa la
realidad del mundo, se constatan los chirridos y se llega a conclusiones tan
amargas como lúcidamente expresadas: “No viviremos / lo suficiente porque somos
vástagos del desencanto / y nuestra obra no será más que un grano de arena”.
Adormecidos por el Sistema, martilleados por las consignas que nos repiten
incesantemente para que olvidemos el ejercicio de la reflexión, los seres
humanos caminamos hacia la Nada con una sonrisa mercantil instalada en el
rostro y el corazón vendido en una almoneda, como ridículos robots programados
por la voz grave del Gran Hermano: “Siga los pasos, siga este camino verdadero.
/ Aléjese de las dudas, rompa con las incógnitas, / consígalo en menos de dos
meses / y despierte todos los días como un hombre / completamente nuevo”.
Así,
este volumen delgado cual bisturí se revela desde el principio como un dietario
de melancolías y destrucciones, de miradas cansadas hacia un sistema de vida
que se desmorona casi con entusiasmo. Y qué hacer entonces. Quizá mirar con
asombro, quizá temblar, quizá fumar un cigarrillo, quizá sonreír con amargura.
En síntesis, constatar que las anestesias que nos inoculan están perfectamente
planificadas y que su eficacia es demoníaca: “Nosotros pensamos por usted, /
porque verá que el dique de la presa / quebró hace tiempo y el agua ya está
aquí”. Como es natural, la visión crítica se extiende también al ser humano,
sufridor pero al mismo tiempo artífice del desaguisado que nos cerca, merced a
su pasividad (“No somos más que unos personajes de corto guion, / mal
aprendido, y vestuario inapropiado. / Somos pésimos actores, culpables últimos
/ de la cancelación definitiva de esta función”),
A la postre, y como en su día
percibió Blas de Otero, nos queda la palabra, escudo o trinchera o bengala o
estandarte que Vicente Velasco convierte en carne sustancial (“Con todo este
ruido de fondo / sólo queda convertirnos en poema”). Y si Dios estaba en la
última playa, aquí aparece en la Coda del libro, con tal esplendor y tales
estremecimientos que ni siquiera admite resumen. Vicente Velasco, chamán.
Vicente Velasco, mistagogo. Harían ustedes muy bien en leerlo
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