Por primera vez en mi vida, me leo una obra completa de Mark
Twain (creo que leí alguna siendo niño, pero no podría jurarlo, ni dejar
constancia de que la acabase. El recuerdo es vago). Su título es Diario de Adán y Eva, y lo traduce
Cristina García Ohlrich (Trama Editorial, Madrid, 1986). Me ha parecido un tomo
agradable y simpático, aunque un poco simploncete en su moraleja final, que me
parece que estropea la obra. Adán se queja desde el comienzo de que Eva
“siempre está hablando”, y de que se empeña en bautizar sin su consentimiento
las cosas del Edén. Buena humorada la que Twain introduce cuando dice que “la
serpiente le aseguró (a Eva) que la fruta prohibida no era la manzana, sino las
castañas”. Simpático el gesto de Adán quien, convencido de que su recién nacido
hijo Caín es un pez, lo lanza al agua para ver si nada; y luego, ignorando su
filiación humana, decide bautizarlo como “Canguro adamiensis”, y llega a creer
que es un nuevo tipo de oso. También nos indica Twain que Eva es zurda. Y
muchas más cosas, todas ellas divertidas.
Vale, vale. Está bien que Mark Twain juegue a desacralizar, y
también me parece atinado que haga del humor un recurso narrativo de primer
orden. Pero lo que no logro entender es por qué se pone tan blandengue en las
páginas últimas, cuando la “tensión novelesca” no pide eso. Una sátira amable
de los pecados del Edén no se puede cerrar con un cántico solemne en pro de la
pareja (me parece). Por lo demás, sonrisas a pleno rostro.
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