jueves, 17 de agosto de 2017

Madame Bovary



Releo esta obra maestra de Gustave Flaubert que es Madame Bovary (Bruguera, Barcelona, 1982), en la traducción de Carmen Martín Gaite. Y diré que pertenezco a la estirpe de quienes (lo sospeché en la primera lectura y lo confirmo ahora) odian a Emma, la figura central de la novela. Proveniente de una familia nada rica, me parecen de todo punto impropios los finos humos que se da y el desprecio que prodiga a Charles, su marido. Cierto que es un pusilánime, y un mediocre médico de pueblo, pero ambas cosas las corrige con su amor obnubilado por ella: la mima, la idolatra, la tiene en un pedestal, paga todos sus caprichos, confía en ella ciegamente, etc. No es digno de las humillaciones que ella le reserva. Emma, además, es manirrota, lúbrica, infiel, desagradecida e imprudente. La cercan oportunistas como Rodolphe (plano emocional) y Lheureux (plano económico), pero es su atolondrado espíritu el que en sus manos la abandona. He acabado la narración encandilado con Flaubert, pero abominando de esta criatura falsaria, veleidosa, inconstante y egoísta que es Emma Bovary.
Literariamente, por supuesto, me quito el cráneo con Flaubert, como siempre.
Una escena de todo punto memorable: ese carruaje que vuela con León y la adúltera, en el primer capítulo de la tercera parte, y cuyas cortinillas dejan ver una mano que esparce al viento los trozos de una inútil carta de ruptura.
Una crítica amable a la traductora: las metáforas (y menos aún las evidentes) no se explican (en la página 123, comenta en nota al pie que el “abrigo de pino” que necesitará un moribundo es el ataúd).

“Ese rictus fijo que suele fruncir la cara de las solteronas y de los fracasados en su ambición”. “En provincias, la ventana es como un sucedáneo del teatro y del paseo”. “La exuberancia del alma rebasa muchas veces las metáforas”. “La palabra humana es como una especie de caldero roto con el que tocamos una música para hacer bailar a los osos, cuando lo que nos gustaría es conmover a las estrellas con su son”. “A los ídolos es mejor no tocarlos porque algo de la pintura dorada que los recubría se nos queda siempre entre las manos”. “Todos los notarios llevan dentro de sí las ruinas de un poeta”. “Cuando muere una persona, siempre sobreviene una especie de estupor, por lo difícil que es aceptar esta irrupción de la nada y prestarle credibilidad”.  

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