Releo esta obra maestra de Gustave Flaubert que es Madame Bovary (Bruguera, Barcelona, 1982), en la traducción de
Carmen Martín Gaite. Y diré que pertenezco a la estirpe de quienes (lo sospeché
en la primera lectura y lo confirmo ahora) odian a Emma, la figura central de
la novela. Proveniente de una familia nada rica, me parecen de todo punto impropios
los finos humos que se da y el desprecio que prodiga a Charles, su marido.
Cierto que es un pusilánime, y un mediocre médico de pueblo, pero ambas cosas las
corrige con su amor obnubilado por ella: la mima, la idolatra, la tiene en un
pedestal, paga todos sus caprichos, confía en ella ciegamente, etc. No es digno
de las humillaciones que ella le reserva. Emma, además, es manirrota, lúbrica,
infiel, desagradecida e imprudente. La cercan oportunistas como Rodolphe (plano
emocional) y Lheureux (plano económico), pero es su atolondrado espíritu el que
en sus manos la abandona. He acabado la narración encandilado con Flaubert,
pero abominando de esta criatura falsaria, veleidosa, inconstante y egoísta que
es Emma Bovary.
Literariamente, por supuesto, me quito el cráneo con Flaubert, como siempre.
Una escena de todo punto memorable: ese carruaje que vuela con León y la
adúltera, en el primer capítulo de la tercera parte, y cuyas cortinillas dejan
ver una mano que esparce al viento los trozos de una inútil carta de ruptura.
Una crítica amable a la traductora: las metáforas (y menos aún las
evidentes) no se explican (en la página 123, comenta en nota al pie que el
“abrigo de pino” que necesitará un moribundo es el ataúd).
“Ese rictus fijo que suele fruncir la cara de las solteronas y de los
fracasados en su ambición”. “En provincias, la ventana es como un sucedáneo del
teatro y del paseo”. “La exuberancia del alma rebasa muchas veces las
metáforas”. “La palabra humana es como una especie de caldero roto con el que
tocamos una música para hacer bailar a los osos, cuando lo que nos gustaría es
conmover a las estrellas con su son”. “A los ídolos es mejor no tocarlos porque
algo de la pintura dorada que los recubría se nos queda siempre entre las manos”.
“Todos los notarios llevan dentro de sí las ruinas de un poeta”. “Cuando muere
una persona, siempre sobreviene una especie de estupor, por lo difícil que es
aceptar esta irrupción de la nada y prestarle credibilidad”.
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