Tal vez no exista ningún actor en la historia de
España que haya sido catalogado con tanta rotundidad de “intelectual” como Fernando
Fernán Gómez (Lima, 1921 – Madrid, 2007). Actor de teatro, de cine y de
televisión; guionista; dramaturgo de éxito (obtuvo el premio Lope de Vega en
1977); conferenciante; lector voraz (durante su juventud, su íntimo amigo
Manuel Alexandre, también estupendo actor, lo introdujo en la obra de Friedrich
Nietzsche)... Fueron sin duda muchas las facetas creativas en las que se
ejercitó, y en todas lo hizo con admirable brillantez. En estas memorias (que
tuvieron hace años una primera versión más reducida, y que ahora amplía la
editorial Capitán Swing), Fernán Gómez nos va contando innumerables detalles de
su vida personal, laboral y hasta sentimental (aunque en este último apartado
admite que el pudor le ha impedido explayarse): que a los tres años ya manifestó
su deseo de ser “galán joven” en el teatro; que el bachillerato fue la etapa de
su vida que recuerda con más desagrado (p.43); que se libró del servicio
militar amparándose en su pasaporte argentino; que la persona que más hizo por
él en sus comienzos fue el humorista Enrique Jardiel Poncela (p.246); que fue
patrocinador económico, en sus comienzos, del premio Café Gijón de novela; que
Analía Gadé le prestó el dinero necesario para pagar la clínica donde agonizó y
murió su madre (p.479); que el único contacto que tuvo con su padre (que jamás
lo reconoció) fue cuando lo hizo llamar para entregarle, por medio de un
intermediario, un corte de tela blanca para que se hiciera una chaqueta; que
María Luisa Ponte fue una de las actrices con las que más empatizó durante su
trayectoria escénica (el retrato funeral que le dedica entre las páginas 516 y
518 es sencillamente estremecedor); o que Emma Cohen fue la compañera de su
vida (en la página 405 del tomo le dedica uno de los retratos más serenos,
dulces y rendidos que se le puede dedicar a una pareja). No obstante, si
tuviera que quedarme con una sola secuencia del volumen tendría que hablar de
la página 572, donde firma una de las mejores defensas que se han hecho sobre
la necesidad de apoyo institucional al cine español. Explica Fernando Fernán
Gómez, entre la seriedad y la ternura, que hay que protegerlo “no porque es
español, sino porque es débil, pequeño, feo; a ver si con cuidados, con mimos,
con buenos tratos, disimulando sus defectos, exagerando sus escasas virtudes,
aumentando la ración de alimentos, se consigue que crezca, que se haga un
hombre, que se haga un cine, un hombre o un cine fuerte, culto, independiente,
divertido y poético, que sepa contar chistes y cantar canciones sin tener que
copiar unos y otras a los vaqueros y a los gánsteres”.
Pero si reducir cualquier libro a siete u ocho
menciones, a siete u ocho anécdotas, a siete u ocho nombres propios es, aunque
necesario para elaborar la reseña, engañoso, en este caso es además
profundamente injusto. Todo el volumen burbujea de interés y está repleto de
páginas memorables, porque a la exquisita elegancia formal hay que unirle un
retrato maravilloso de la profesión de actor, de sus inestabilidades, de sus
zozobras, de sus grandezas y miserias, de sus mil matices cambiantes. Dice Luis
Alegre en el prólogo de estas memorias que Fernando Fernán Gómez “era un
gigante de la cultura que había vivido en un país culturalmente enano” (p.19). Quizá
tenga razón. Una lectura, a mi juicio, imprescindible para entender lo que ha
ocurrido en el teatro y el cine de este país en los últimos cincuenta años.
1 comentario:
La silla de Fernando. Un disfrute para los que admiramos a Fernán-Gomez.
Publicar un comentario