Poco podría sospechar el converso Fernando de
Rojas, autor de La Celestina , que 467
años después de su muerte iba a convertirse en el protagonista de una novela de
intriga, asesinatos, traiciones, cuevas misteriosas, personajes turbios y
venenos, ambientada en Salamanca. El autor de la misma es el profesor y crítico
Luis García Jambrina, que realizó con esta obra su primera incursión exitosa en
el género novelesco.
Lo que nos cuenta en sus trescientas páginas es
impactante: un teólogo de gran fama y agrios modos, fray Tomás de Santo
Domingo, es acuchillado en la puerta de una iglesia. Y temiendo que el asunto
provoque un escándalo público el obispo hace llamar a Rojas, a la sazón
avispado estudiante en la universidad y hombre de probadas virtudes. De inmediato
lo nombra familiar del Santo Oficio y le encomienda la resolución del caso,
evitando cualquier publicidad innecesaria. Rojas, que está en deuda con la Iglesia desde que su padre
quedó absuelto de la acusación de ser judaizante, se ve obligado a aceptar la
misión. Y comenzará su ronda de interrogatorios, visitas y búsqueda de indicios
en los lugares relacionados con el crimen. Pero la situación, lejos de irse
aclarando, se va enrareciendo cada vez más con dos nuevas muertes,
inequívocamente unidas a la de fray Tomás por sus características: todas las
víctimas presentan un corte en la cara y una moneda en el interior de su boca.
Al final, la resolución del caso se producirá en una misteriosa cueva
subterránea y con los protagonistas más insospechados.
Siendo, como es, una novela razonable y solvente,
donde se tributan homenajes casi textuales al mundo de La
Celestina , donde las ambientaciones son buenas y donde
García Jambrina demuestra que ha documentado hasta el más pequeño pormenor de
la indumentaria, los manejos interesados de la monarquía, las rencillas
internas de la universidad salmantina o la topografía urbana, me parece que su
punto flaco radica en la obsesión inflacionista de datos en boca de los protagonistas. Quiero decir que está muy bien que se
nos suministren todas las informaciones históricas, teológicas o políticas que
el autor entienda útiles para el desarrollo de su novela, pero chirría que
éstas se nos faciliten a través de los
personajes, en lugar de hacerlo mediante la voz del narrador. Cuando hablan
dos protagonistas y uno le suelta al otro una parrafada de este jaez: “Estamos
ante la iglesia de... , que como bien sabéis fue fundada en el año... por parte
del obispo... y que se terminó el día...”, resulta inevitable sentir que
estamos recibiendo una información forzadísima, casi con calzador. La voz
omnisciente del narrador hubiera dulcificado esa aspereza.
Por lo demás, todo espléndido: la imaginación de
García Jambrina, su manejo de las acciones, su originalidad en el tramo final
y, sobre todo, ese espléndido epílogo en el que nos da cuenta de cómo se
prolongaron las vidas de Fernando de Rojas y otros implicados, una vez
terminada la acción.
Para leerla y disfrutar.
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