martes, 10 de febrero de 2015

El manuscrito de piedra



Poco podría sospechar el converso Fernando de Rojas, autor de La Celestina, que 467 años después de su muerte iba a convertirse en el protagonista de una novela de intriga, asesinatos, traiciones, cuevas misteriosas, personajes turbios y venenos, ambientada en Salamanca. El autor de la misma es el profesor y crítico Luis García Jambrina, que realizó con esta obra su primera incursión exitosa en el género novelesco.
Lo que nos cuenta en sus trescientas páginas es impactante: un teólogo de gran fama y agrios modos, fray Tomás de Santo Domingo, es acuchillado en la puerta de una iglesia. Y temiendo que el asunto provoque un escándalo público el obispo hace llamar a Rojas, a la sazón avispado estudiante en la universidad y hombre de probadas virtudes. De inmediato lo nombra familiar del Santo Oficio y le encomienda la resolución del caso, evitando cualquier publicidad innecesaria. Rojas, que está en deuda con la Iglesia desde que su padre quedó absuelto de la acusación de ser judaizante, se ve obligado a aceptar la misión. Y comenzará su ronda de interrogatorios, visitas y búsqueda de indicios en los lugares relacionados con el crimen. Pero la situación, lejos de irse aclarando, se va enrareciendo cada vez más con dos nuevas muertes, inequívocamente unidas a la de fray Tomás por sus características: todas las víctimas presentan un corte en la cara y una moneda en el interior de su boca. Al final, la resolución del caso se producirá en una misteriosa cueva subterránea y con los protagonistas más insospechados.
Siendo, como es, una novela razonable y solvente, donde se tributan homenajes casi textuales al mundo de La Celestina, donde las ambientaciones son buenas y donde García Jambrina demuestra que ha documentado hasta el más pequeño pormenor de la indumentaria, los manejos interesados de la monarquía, las rencillas internas de la universidad salmantina o la topografía urbana, me parece que su punto flaco radica en la obsesión inflacionista de datos en boca de los protagonistas. Quiero decir que está muy bien que se nos suministren todas las informaciones históricas, teológicas o políticas que el autor entienda útiles para el desarrollo de su novela, pero chirría que éstas se nos faciliten a través de los personajes, en lugar de hacerlo mediante la voz del narrador. Cuando hablan dos protagonistas y uno le suelta al otro una parrafada de este jaez: “Estamos ante la iglesia de... , que como bien sabéis fue fundada en el año... por parte del obispo... y que se terminó el día...”, resulta inevitable sentir que estamos recibiendo una información forzadísima, casi con calzador. La voz omnisciente del narrador hubiera dulcificado esa aspereza.
Por lo demás, todo espléndido: la imaginación de García Jambrina, su manejo de las acciones, su originalidad en el tramo final y, sobre todo, ese espléndido epílogo en el que nos da cuenta de cómo se prolongaron las vidas de Fernando de Rojas y otros implicados, una vez terminada la acción.

Para leerla y disfrutar.

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