Ocurre que ciertas obras literarias, pese a que el
sedimento de los años se deposite metódicamente sobre ellas, mantienen impoluto
su brillo original y nos embriagan con el mismo hechizo que ejercieron sobre
sus lectores primeros. De ahí que volúmenes como La mujer de blanco, del victoriano Wilkie Collins, no sólo
conserven su fulgor (lo que ya sería noticia digna de aplauso) sino que,
sorprendentemente, parezcan verlo incrementado con el paso de las décadas. El
argentino Jorge Luis Borges dictaminó que Collins era un maestro de “la trama,
la zozobra y los desenlaces imprevisibles”. Y resulta obvio que en The Woman in White se cumple con
escrúpulo esta acertada apreciación. Ahora, el sello Alianza Editorial nos
ofrece nuevamente, en un contundente y manejable tomo de 828 páginas que
traduce Miguel Ángel Pérez Pérez, este prodigio novelesco en el que conocemos a
Walter Hartright, un profesor de dibujo de 28 años que, gracias a una
recomendación del italiano Pesca, es contratado por la familia Fairlie para que
imparta sus clases en la lujosa residencia familiar de Limmeridge House.
¿Quiénes serán sus alumnas? Marian Halcombe y Laura Fairlie, dos muchachas tan
bellas como inteligentes. Pero antes de que se instale en su nuevo lugar de
trabajo, un encuentro fortuito lo perturbará y marcará su ánimo: una extraña
mujer de blanco que, quizá perturbada, le sale al paso en medio de la noche y
le revela que se siente agraviada por cierto caballero, cuyo nombre no
especifica. A partir de ese instante, muchos serán los personajes que
burbujearán por la obra y que la teñirán de infinitos atractivos: el
hipocondríaco señor Fairlie, quien asegura estar siempre enfermo de los nervios
y al que todo (ruido, luz, incluso el leve movimiento de las personas a su
alrededor) perturba; sir Percival Glyde, un baronet al que desde el principio
se percibe como un personaje desagradable y turbio; el untuoso conde Fosco,
cuya exquisitez social y cuyos modales refinados resultan tan impostados como
inquietantes; la señora Catherick, que ha cuidado con solicitud desde niña a la
pobre Anne (la enigmática mujer de blanco que da título a la novela)... Pero
dos detalles dominan sobre ese elenco de personajes, y le dan a la obra su
especial pátina de genialidad: de un lado, la prosa elegante de Wilkie Collins,
que convierte la lectura en un ejercicio sumamente placentero y que te hacen
olvidar (nunca un libro de más de ochocientas páginas se antojó tan liviano) la
vasta extensión de la novela; del otro, la inteligente manera en que el autor
nos traslada su historia: utilizando a distintos narradores sucesivos, que van
aportando su particular visión de los hechos. Tras el natural ensamblaje de
todas esas teselas, el lector percibe el conjunto con una nítida y maravillosa
sencillez. Jamás un mecanismo tan complicado resultó tan fácil de comprender y
degustar. Añadamos algunas perlas humorísticas, de las que adornan el texto. A
veces, elige el circunloquio para elaborar un insulto casi amable (“La
naturaleza tiene tanto que hacer en este mundo, y está ocupada produciendo tan
vasta variedad de criaturas a la vez, que sin duda en ocasiones debe de
aturullarse y confundirse y no distingue entre los distintos procesos que está
llevando a cabo al mismo tiempo. Desde ese punto de vista, siempre tendré la
íntima convicción de que la naturaleza estaba absorta haciendo coles cuando
nació la señora Vesey, y la buena señora sufrió las consecuencias de esa
preocupación vegetal de la madre de todos nosotros”, p.70); otras, opta por la
ironía (“Como sólo soy una mujer, condenada a la paciencia, el decoro y las
enaguas de por vida, he de respetar la opinión del ama de llaves e intentar
calmarme de algún modo ñoño y femenino”, pp.265-266); y otras, en fin, recurre
a la flema británica para esmaltar un discurso hierático (“Me opongo
rotundamente a las lágrimas, salvo cuando con mucho criterio el arte las refina
y elimina de ellas cualquier parecido con la naturaleza humana. Desde un punto
de vista científico, las lágrimas son una secreción. Entiendo que una secreción
pueda ser sana o nociva, pero no veo qué interés tiene una secreción desde el
punto de vista sentimental”, p.450)... Jamás ochocientas páginas se hicieron
tan cortas como las que componen La mujer
de blanco. Un auténtico monumento novelístico, de gloria imperecedera.
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