Puede ocurrir que, durante un tiempo relativamente
corto, algún malafollá de la prosa periodística adquiera cierto renombre en los
límites de su provincia a causa de sus artículos venenosos y temidos, que no
dejan títere con cabeza; pero lo cierto es que, pasado ese sarampión imbécil,
el escribidor curárico retorna al anonimato en favor de otro tipo de
articulistas, menos malévolos. El doctor House puede disfrutar de su minuto de
gloria, pero quien se nos queda grabado en el corazón es el médico que, después
de curar a nuestros hijos o nuestros padres, nos sonríe antes de irse. Yayo
Delgado pertenece sin duda a la segunda estirpe. Hay en sus columnas un
optimismo galvánico, una alegría de prosa pizpireta que disfruta con la cerveza
fría, los paseos por la capital, los amaneceres en la playa, la conversación
con los amigos y los partidos del Real Murcia. De ahí que sus líneas sean el
mejor ejemplo de un carpe diem jovial, sencillo y que haríamos bien en imitar,
en estos años de acidez, crisis, nubes negras y malhumor generalizado.
Nos habla Ángel Montiel en el prólogo de la
bonhomía de Yayo, de su prosa ágil y eficaz; y tiene sin duda razón. Uno sale
de su lectura como quien saca la cabeza de una bañera caliente: reconfortado,
limpio y feliz.
Todo burbujea alegremente en estas páginas: los
hermosos artículos que Yayo les dedica a sus hijos; la alegría de tomar un buen
arroz en Archena o Lo Pagán; una anécdota de Alfredo Di Stéfano, relacionada
con su infancia futbolística; la ponderación del sagrado y murcianísimo arte de
clisarse, que algunos dominan con elegancia insuperada; las pequeñas tiendas de
barrio, donde no se fía oficialmente;
los cafés asiáticos cartageneros, siempre espectaculares; los sabrosos calderos
del Mar Menor; la necesidad de que el Real Murcia le dedique una estatua digna
al Panadero de Archena, símbolo del apoyo sin fisuras; el elogio de los
vinagrillos o los pasteles de carne; las listas de cosas dulces, tiernas o
emotivas que reúne en los artículos “Cosicas” (tan hermosas como sencillas); el
respeto que le inspiró desde su primer encuentro don Carlos Valcárcel,
periodista y cronista de la ciudad, que lo trató amablemente y con cercanía; el
lamento por la paulatina desaparición de la especie del camarero autóctono
murciano, con su sentido del humor y su forma de atender; el delicioso aroma de
las castañas asadas (aunque te las cobren a precio de atraco); los limones,
santo y seña de la murcianía natural; el elogio del emblemático emplazamiento
de Las Cuatro Esquinas; ese mando a distancia del televisor que, de forma
incomprensible, termina apareciendo dentro del frigorífico; comprar chocolate,
prensa y porras para la familia, con el sol de Murcia lanzando sus primeros
rayos tibios; las migas en días de lluvia... Y un simpático epílogo doble, explicando
las variantes de uso de las palabras “acho” y “pijo”.
Un libro para saborear y disfrutar a tragos cortos
y frescos. Como si fuera una Estrella de Levante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario