Hay un cuento en el Sendebar donde un hombre, al volver a casa, descubre que su perro
tiene las fauces ensangrentadas y, creyendo que ha devorado al bebé de la
familia, lo mata sin más contemplaciones. Luego descubre con horror que lo que
ha hecho el animal ha sido, por el contrario, destrozar a una serpiente que
intentaba acercarse a la cuna del chiquillo. El pago por su valerosa actuación
ha sido recibir un castigo inmerecido por parte de su dueño. La moraleja estaba,
obviamente, implícita: nunca juzgues a la ligera o por las apariencias.
Viene a colación esta historia por el error que
cometería quien pensase que el último trabajo de Mariángeles Ibernón Valero (69 huellas eróticas) es un tomo de
poesía libidinosa, reducible a lo obsceno o lo genital. Nada más lejos. Hay en
él imágenes excitantes, claro está; y mucho incendio carnal, como tiene que ser
en versos de estas características. Pero también hay mucha atención al
lenguaje, al cuidado formal y estético, al equilibrio rítmico, al juego musical
de los sonidos que conforman cada texto. Mariángeles Ibernón no construye
poemas burdos, ni tontamente flamígeros: sabe perfectamente lo que está
haciendo. Construye pequeñas casitas de deseo, hogueras condensadas, diamantes
sexuales. Y logra su propósito porque en el sintagma “poesía erótica” se
concentra mucho más en el sustantivo que en el adjetivo.
Lo concretaré con un ejemplo estadístico, numérico,
que parecerá irreverente a algunos degustadores de poesía pero que esgrimo con
respeto... En este libro se habla del sexo o del pubis en tres ocasiones, y de
los pechos femeninos en nueve; pero se mencionan dieciséis veces los labios y
veintisiete veces la boca. Las cifras cantan. ¿No es señal más bien transparente
de que estamos ante un producto de inequívoca condición verbal?
Los 69 pequeños poemas que componen este trabajo logran
turbar, convencer y seducir a quienes se acercan hasta ellos. Me parece que es
un logro digno de ser aplaudido.
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