No sería muy
difícil constatar que la mayoría de novelas se afanan –y aun se extenúan– en
detallarnos un viaje. Como es natural, las variantes de ese viaje son prácticamente
infinitas y pueden retratarnos una navegación exterior o una navegación
interior: ¿viaja don Quijote por las tierras de España o más bien recorre los
bosques y páramos de su fantasía? ¿Horacio Oliveira busca o se busca? ¿Sabe
Martín Marco que en realidad no patea las calles de Madrid, sino los meandros
de la sordidez y el oprobio? Mario Parreño, el protagonista de Las manos (la última publicación del
granadino Miguel A. Zapata), es también un viajero, un peculiar urbanita que,
mientras contempla el paseo de la selección nacional de fútbol con la copa del
mundo, advierte cómo el trofeo resbala de los dedos de Fernando Torres y
desaparece entre la multitud.
A partir de
ese momento se inicia una estrafalaria persecución en la que Mario, que se
define a sí mismo como “Teniente Colombo de La Roja ”, recorrerá varias zonas de la capital
española; luego dará el salto a Austria (donde algunos millonarios asisten a
una singular puja para hacerse con ella, entre otras joyas y reliquias);
proseguirá su búsqueda en los Estados Unidos de América (un error en la
facturación del equipaje envía la copa hacia allí); y finalmente recalará en
Japón, en una pequeña ciudad que ha sufrido la devastación de un tsunami y,
posteriormente, las radiaciones nucleares de la central de Fukushima… Agotado
ese viaje, Mario Parreño vuelve a casa, sin que tenga muy claro qué sensación
es la que domina en su mente y en su corazón (“Ahora, de vuelta al punto de
origen, no había en él orgullo ni excitación, sino la sensación vaga de que nada
había tenido un valor definitivo en su aventura y que sus andanzas homéricas
eran dados lanzándose sin ton ni son desde alguna esquina del Universo”,
p.231).
En medio,
como ingredientes de su narración, Miguel A. Zapata nos irá dejando algunas
perlas de raigambre casi lírica (“El sol mordisquea los tejados de Madrid”,
p.40), reflexiones azarosas o cuánticas (“Los dados me ayudan a seguir líneas
que no se pueden ver, me ayudan a saltar sobre los agujeros de las líneas”,
p.69), metáforas llenas de humor (cuando habla de las cheerleaders norteamericanas y nos explica “que hacen de la
silicona una forma casi líquida de poesía en movimiento”, pp.133-134) o
secuencias tan memorables como las charlas que mantiene el protagonista con un
taxista neoyorkino o con el señor Yukio Nakata, ya en las postrimerías de la
novela.
¿Pero qué
quiere contarnos en realidad esta historia? ¿Qué pretende Mario Parreño con
esta búsqueda delirante, mundial, propia de un Ignatius J. Reilly o de un
náufrago que está siendo bebido por el océano? ¿Transmutarse en héroe? ¿Y eso
para qué? ¿Justificarse? ¿Justificarse por qué? ¿Reivindicarse? ¿Reivindicarse
ante quién? Su viaje griálico o químico (no deja de buscar el auxilio del
idalprem, el vandral y otras farmacopeas) esconde tantos pliegues y brumas como
el propio cerebro humano o la misteriosa agenda de nuestros impulsos. ¿Para qué
quiere, en realidad, la copa del mundo una persona como Mario Parreño? Ése es
el gran interrogante de la novela. Durante meses, absorto en una persecución
obcecada, tendrá que buscar trabajos precarios para obtener un poco de dinero
(en un burger, disfrazado de Papá Noel, dispensando cervezas el día de St.
Patrick...) y se encontrará con muchos personajes variopintos (la imprevisible
Zulema, la mitómana Elisabeth, el fraudulento y palabrero Peter O’Hara, el
fracasado William Homer Jordan), que le permitirán conocer un arco iris
psicológico de anonadante complejidad.
A la postre,
el sentido último de la búsqueda queda, como siempre ocurre en los buenos
textos novelísticos, en las manos de los lectores. Y nunca mejor dicho.
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