Sobre un grande de las letras no se puede ejercer
el vituperio de la desmemoria. Y Salvador García Aguilar es uno de nuestros más
grandes y exquisitos prosistas, por lo cual todos los reconocimientos que se le
tributen siempre serán merecidos y loables. El modo en que lo hizo la Editora Regional de Murcia fue
estupendo: publicar una voluminosa trilogía de novelas (Sonata a una puesta de sol, Sonata a un crepúsculo y Sonata de la medianoche) que, incluso
reduciendo el tamaño de la letra y estrechando el interlineado, se acerca al
medio millar de páginas. Todo un reto para los lectores que, sin embargo, harán
bien en sumergirse en este oceánico magma de palabras y sentimientos, pues
descubrirán en él las magias inequívocas de este escritor.
Salvador García Aguilar vuelve aquí al pueblo de
Diosondo, y nos pone ante los ojos la ebullición de unos personajes que,
sucediéndose en el tiempo, tejen con sus vivires, esperanzas, triunfos y
decepciones la médula de un largo torrente narrativo. Ahí está Leontino
Escarabajosa, gacetillero sin recursos y al que la suerte sonríe con ademán
sarcástico; o Pepe Canela, un riquísimo exportador de frutas, que se abisma en
componendas empresariales y políticas; o Alonso Carrobles, prófugo de un
convento en momentos difíciles y luego atormentado en su ancianidad por esa
deserción. Pero sin duda habremos de fijarnos sobre todo en las mujeres para
llegar a lo más sorprendente y denso de la novela, y que podríamos cifrar en
tres nombres: Ester (personaje que hubiera firmado Rómulo Gallegos), Gloria
(que parece surgida de la pluma de José Luis Castillo-Puche) y Cristina Grutwig
(que recuerda el vigor de las más sinuosas féminas de Arturo Pérez-Reverte).
Pero no solamente en el trazados de los personajes
encontramos la magnitud ciclópea de este escritor, sino también en las
descripciones (ese fusilamiento de las páginas 202-203) y en la música de la
sintaxis (ríspida cuando tiene que serlo; fluida cuando así lo exige la
situación; atinada siempre). Si es verdad que una gran obra es aquella que
admite relecturas, podemos afirmar sin temor a la hipérbole que nos encontramos
ante una de ellas. Salvador García Aguilar, desde la calma y la sabiduría de su
taller de palabras, nos regala en estas obras un volumen para el deleite y la
reflexión.
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