Después de pasar la última página de Madera de boj y de quedarme pensando en
lo que había leído llegué a una conclusión: este libro de Camilo José Cela es
una absoluta mierda. E insisto: este libro. Al gallego lo he admirado por
muchas obras y tengo en mis estanterías no menos de cincuenta de ellas. Pero
sería un falso y un hipócrita si cantara las presuntas virtudes de este
volumen.
Primer escollo que yo veo en el libro: ese catálogo
de aforismos tontucios que Cela va esclafando aquí y allá, sin ton ni son (“Los
que mejor y más cadenciosamente mueren son los negros”, p.21; “Los muertos se
tiran muchos pedos”, p.59; “Los jorobados tienen mucha afición a masturbarse
delante del espejo”, p.133; “Un hombre con los pies planos no tiene obligación
de amar al prójimo ni de honrar padre y madre”, p.191; “A un hombre murmurador
se le debe escarmentar cortándole la lengua y metiéndosela por el culo”, p.262;
etc.), que dan más vergüenza ajena que sensación de “ingenio literario”.
Segundo escollo: Cela enumera ráfagas de anécdotas,
amontonamientos de minucias argumentales, trozos de vidas inanes e instantes
grises de vidas grises. ¿Voluntad sociológica del Nobel gallego? Qué va. Son
como trocitos recuperados de un naufragio general. Pero es inútil tratar de que
encajen entre sí como un puzle.
Tercer escollo grave: esa técnica que mezcla el
collage, el barullo, el chiste, la zumba y el caleidoscopismo queda
sorprendente (o chocante, o simpática) la primera vez, pero luego se vuelve
sospechosa y un pelín repetitiva. Y no digamos cuando se prodiga de forma
inalterada durante más de trescientas páginas.
Cuarto escollo: no se engancha uno con este libro,
porque te das cuenta muy rápido de que podrías haber parado en la página 100 y
que no te habrías perdido nada importante de la historia. O que el volumen
podría prolongarse durante 700 páginas más y tampoco nada se vería alterado en
su atractivo literario o en su argumento.
En fin. ¿Para qué seguir “analizando” esta pavada?
Cela, con su artería de zorro viejo, dice en la página 294 que “la vida no
tiene argumento”, y quizá considere que esto es suficiente excusa para
disculpar la monotonía de su obra. Pero ignora (o finge ignorar) que el
novelista realiza siempre una intromisión artificial en la vida: construye
cosas. Y en esa selección y en esa disposición de materiales (tomando,
desechando, ordenando) no viene mal un hilo hilvanador, un trabajo subterráneo
que se termine convirtiendo en base firme, en una arquitectura. Camilo José
afirmaba que eso no era moderno, pero yo opino que se le notaba el truco (y
quizá la impotencia). En esta entrega, desde luego, se equivocó. Y defraudó.
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