martes, 28 de octubre de 2014

Madera de boj



Después de pasar la última página de Madera de boj y de quedarme pensando en lo que había leído llegué a una conclusión: este libro de Camilo José Cela es una absoluta mierda. E insisto: este libro. Al gallego lo he admirado por muchas obras y tengo en mis estanterías no menos de cincuenta de ellas. Pero sería un falso y un hipócrita si cantara las presuntas virtudes de este volumen.
Primer escollo que yo veo en el libro: ese catálogo de aforismos tontucios que Cela va esclafando aquí y allá, sin ton ni son (“Los que mejor y más cadenciosamente mueren son los negros”, p.21; “Los muertos se tiran muchos pedos”, p.59; “Los jorobados tienen mucha afición a masturbarse delante del espejo”, p.133; “Un hombre con los pies planos no tiene obligación de amar al prójimo ni de honrar padre y madre”, p.191; “A un hombre murmurador se le debe escarmentar cortándole la lengua y metiéndosela por el culo”, p.262; etc.), que dan más vergüenza ajena que sensación de “ingenio literario”.
Segundo escollo: Cela enumera ráfagas de anécdotas, amontonamientos de minucias argumentales, trozos de vidas inanes e instantes grises de vidas grises. ¿Voluntad sociológica del Nobel gallego? Qué va. Son como trocitos recuperados de un naufragio general. Pero es inútil tratar de que encajen entre sí como un puzle.
Tercer escollo grave: esa técnica que mezcla el collage, el barullo, el chiste, la zumba y el caleidoscopismo queda sorprendente (o chocante, o simpática) la primera vez, pero luego se vuelve sospechosa y un pelín repetitiva. Y no digamos cuando se prodiga de forma inalterada durante más de trescientas páginas.
Cuarto escollo: no se engancha uno con este libro, porque te das cuenta muy rápido de que podrías haber parado en la página 100 y que no te habrías perdido nada importante de la historia. O que el volumen podría prolongarse durante 700 páginas más y tampoco nada se vería alterado en su atractivo literario o en su argumento.

En fin. ¿Para qué seguir “analizando” esta pavada? Cela, con su artería de zorro viejo, dice en la página 294 que “la vida no tiene argumento”, y quizá considere que esto es suficiente excusa para disculpar la monotonía de su obra. Pero ignora (o finge ignorar) que el novelista realiza siempre una intromisión artificial en la vida: construye cosas. Y en esa selección y en esa disposición de materiales (tomando, desechando, ordenando) no viene mal un hilo hilvanador, un trabajo subterráneo que se termine convirtiendo en base firme, en una arquitectura. Camilo José afirmaba que eso no era moderno, pero yo opino que se le notaba el truco (y quizá la impotencia). En esta entrega, desde luego, se equivocó. Y defraudó.

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